Quizás hay temas políticos, sociales o económicos de más relieve, pero pocos con más trasfondo ético. Las inminentes elecciones, la nueva acusación contra el independentismo con el sueño húmedo de hacerlo violento y con muertos encima de la mesa, el fraccionamiento del propio independentismo, la lucha contra la desigualdad y en favor de unos servicios públicos a los que cuesta hacerlos despegar y que sean los propios de una sociedad avanzada, la precariedad laboral, el paro juvenil, tanto de los menos cualificados como de los más altamente cualificados... Temas hay de sobras.

Sin embargo, como un puntual pájaro de mal agüero, vuelve el demérito emérito, como Pedro por su casa, como si no hubiera pasado nada y no pasara nada. Ahora vuelve para preparar unas regatas. ¿A preparar unas regatas? ¿Como tripulante? ¿Como patrón? Parece una broma, si no fuera por la seriedad del tema. Y vuelve a la luz del día, como si no hubiera pasado nada ni debiera cuentas —nunca mejor dicho— a nadie.

Su campechanía se resquebrajó definitivamente con la arrogancia de la respuesta a la prensa de "¿Explicaciones, de qué?". Es difícil imaginar más morro después de haber gravado su biografía con un escándalo tras otro. No solo por el tema del enorme fraude fiscal, que ha saldado con cuatro duros, con la afinación de la Fiscalía y la activa colaboración de la Agencia Tributaria al no hacer más que aceptar unos pagos retrasados y nunca verificados. No solo por la cobertura de los servicios secretos —del CESID al CNI— de sus aventuras amorosas fuera del matrimonio católico, único e indisoluble, sino por las acciones, para decirlo suavemente, de pressing a algunas de sus examantes, incluso ventiladas en los medios sin ambages y ante los tribunales (¡ingleses!) con todo lujo de detalles. Cualquiera de estos asquerosos hechos ya harían mácula indeseable. La cosa va más allá: su reinado se ha demostrado una pura filfa, una pura apariencia de monarca constitucional. Ha sido una burla a todo dios, empezando incluso por su propia familia. Pero ellos ya se lo montarán.

Las cosas pueden cambiar de un día para el otro; los amores o indiferencias populares se pueden volver en desafecciones virulentas y defenestradoras ante la pérdida de valía moral de los monarcas

Lo que importa a los ciudadanos no son sus relaciones personales, sino, por una parte, la absoluta falta de ejemplaridad, que se presenta como primer motivo para justificar una monarquía, y por la otra, su altanería casi de rey del antiguo régimen, de rey absoluto.

En efecto, ya fuera de la carga de la corona —como diría el clásico: ¡qué difícil es ser rey!— Juan Carlos se comporta de forma bananera, con toda la chulería del mundo. Una cosa es ser campechano y otra tener una cara de cemento armado. Pero él es él. Y los cortesanos están para reírle las gracias.

La cosa es que, aquí, ni el actual titular de la Corona ni el gobierno de turno son capaces de contener lo que se presenta como una poco común fuerza de la naturaleza, o ya les va bien que el emérito siga arrastrando su demérito, aumentando exponencialmente el descrédito de la monarquía. Porque no olvidemos que una monarquía desacreditada supone un régimen desacreditado. Como demuestra la historia, las cosas pueden cambiar de un día para el otro; los amores o indiferencias populares se pueden volver en desafecciones virulentas y defenestradoras ante la pérdida de valía moral de los monarcas.

El argumento que La Zarzuela y La Moncloa blanden es tan formal como insustancial. A Juan Carlos no se le puede prohibir la entrada en España. No hay nada contra él. Es un ciudadano normal. ¿Ciudadano normal? ¿Qué ciudadano normal tiene sus privilegios oficiales, sociales y patrimoniales? Más que dar risa es un argumento irritante. Sin embargo, ciegos como están, no ven cómo desgasta enormemente el sistema. Solo hay que mirar a los monárquicos de ocasión. Que el Estado no pueda impedir la entrada del demérito emérito sí que da risa. Como si no hubiera medios, legales obviamente, para hacerlo. ¡Pobre débil estado!