Madrid es un remolino económico, político y cultural sin fondo. Sin personalidad propia ni bagaje histórico que le sirva de cimiento, la capital española es una construcción psicológica falaz hecha para seducirnos porque la identificamos como centro del éxito más allá de la política. No es solo que trabaje para aprovecharse de los complejos de la decadencia barcelonesa —e incluso catalana—, sino que lo hace desde un paradigma tramposo y, francamente, poco exitoso. Como Madrid es un hueco en medio del estado español, como nadie sabe qué implica ser espiritual y culturalmente madrileño más allá de la caricatura, y como no pueden dedicarse a explotar ningún rasgo de su unicidad porque no existen —las fotografías de la torre con el cartel de Schweppes son buena muestra de ello—, Madrid tiene que regarse con lo mejor de los demás para seguir vivo. Al final, tener que decir constantemente que la mejor pizza del universo está en Madrid solo prueba que son La Tagliatella cultural del mundo.

Como Madrid no tiene nada que defender, puede aceptar y chupar todo lo que Barcelona rechaza con afán de defenderse o lo que no sabe proteger

Esta tendencia homogeneizando de la globalización, perceptible sobre todo en las grandes ciudades, ha sido su salvación. De todas las urbes que son iguales, Madrid quiere ser el mejor. Jugando a su juego, Barcelona se pierde ella misma y, como la tendencia homogeneizando todavía encuentra alguna resistencia, no puede competir con Madrid. Para entrar en el nuevo orden deberíamos olvidarnos de nosotros mismos, pero Madrid no tiene nada para olvidar. Es un Primark en un desierto y, para poder competir —estrictamente en estos términos—, Barcelona debería transformarse en un desierto y convertirse en un Primark. Como no tienen nada que defender, pueden aceptar y chupar todo lo que Barcelona rechaza con afán de defenderse o lo que no sabe proteger.

Madrid es una ciudad única en el mundo porque no tiene nada único —y ahora tú tampoco

El juego económico es estafador. Primeramente, porque los términos en los que jugamos no son los mismos. En segundo lugar, porque cada catalán desvinculado de la historia de su capital y de su país —eso es, desconocedor de la profundidad de todo lo que ha caracterizado su identidad durante generaciones— encuentra en Madrid la superficialidad abrumadora que su interior, tan frío como la capital española, es capaz de digerir. Si tu ideal de escaparate en Instagram es la instastory de unos espaguetis removidos en un parmesano gigante ubicada en Madrid y la etiqueta de un restaurante-discoteca, seguramente tu complejo identitario es mayor de lo que crees. Si piensas que en Madrid la gente va mejor vestida porque los términos en los que defines ir bien vestido son a la madrileña, quizás no tienes la autoestima donde debes tenerla. Madrid es una ciudad única en el mundo porque no tiene nada único —y ahora tú tampoco.

Que nuestros baremos de éxito los marque la capital de la nación de la que nos queremos liberar, solo es otra forma de convertirse en cautivos

La capital española tapa su herida atacando las heridas de las demás. Para la España vaciada, es el lugar donde suceden cosas. Para las naciones periféricas de la península Ibérica, es el centro político del que no pueden escapar. Para los catalanes, concretamente, es el espejismo de prosperidad económica que envidia un catalanismo concreto, el que llena la palabra "prosperidad" de un neoliberalismo desbocado que, mientras eleva a Madrid porque debajo no tiene nada, a nosotros puede convertirnos la capital y el país en un lodazal. Que el centro de nuestra autoestima como nación sea el centro político de la nación que nos quiere borrar solo hará que, queriendo competir en sus términos, nos mimeticemos más. Que nuestros baremos de éxito los marque la capital de la nación de la que nos queremos liberar, solo es otra forma de convertirse en cautivos.