Los relojes desaparecen parcialmente en verano. Suponen un exceso de calor en la muñeca y han sido sustituidos por dispositivos móviles que nos sitúan temporalmente. También en algunos casos recobran vida y ciertamente lucen y se ven más. Menos ropa, más piel, más espacio para exhibir los relojes joya en los brazos de la gente.

Es el verano momento de relecturas y es en los libros donde los relojes persisten como herramientas de control y también de disfrute. El estricto y convencional (y no por eso menos arbitrario) inexorable paso del tiempo queda encapsulado en el objeto reloj. Un reloj, sin embargo, es una bendición cuando lo miras y te devuelve horas y minutos con los cuales no contabas. Es un aliado cuando juega a nuestro favor. Y es una catastrófica persecución para un estudiante en la selectividad que no ha acabado el ejercicio y lo tiene que entregar a medias. Un reloj nos hace pasar de la vida a la muerte en nanosegundos. Un reloj es el primer determinante de la vida (usted nació en las 19:24 pm de un viernes, por ejemplo). Y marcará nuestro último momento por este maravilloso jardín (cada vez más deforestado) que es la Tierra.

Los autores viven condicionados por el mecanismo de las horas: en Dostoyevski los personajes a menudo hacen referencia a relojes, de oro, de plata, que suenan antes de tiempo; McCullers recoge el tiempo como aliado de la soledad, que parece infinita, atemporal, pero que también se acaba

Carson McCullers (1917-1967) es una de las escritoras que pasó la vida entre amor, literatura y dolor, como tantos literatos. Y su literatura está llena de relojes. Había abierto los ojos por primera vez en Georgia, en el sur de los Estados Unidos, y tiene una manera de escribir que va directa a la intimidad del aislamiento espiritual y la dificultad en encontrar el amor de verdad que la conectan con Dostoyevski, el maestro de las miserias humanas y las desigualdades. Los dos escritores ven el amor como algo de difícil correspondencia, asimétrico, parcial, desequilibrado y herido.

Dostoyevski era, según sus traductores García Gabaldán y Otero Macías, "compulsivamente optimista". Parece irónico, cuando se evoca en el autor ruso un jugador desesperado o un joven con un hacha que mata a una mujer mayor. El optimismo está y hay que saber encontrarlo. En el sur de los Estados Unidos, recordaba McCullers, igualmente como en la antigua Rusia, la vida humana tiene un valor escaso, mientras que un simple detalle material (un reloj, un alfil, un hacha) adquieren un valor considerable. Una mula o una bala de algodón pueden suponer toda la existencia y todo el sufrimiento del ser humano. Estos autores, uno proveniente de la gélida Rusia y McCullers de la tórrida Georgia, están unidos en esta constatación del dolor que cubre la tierra, sin saber de dónde viene y por qué se ha instalado aquí.

Los autores viven condicionados por el mecanismo de las horas. En Dostoyevski los personajes a menudo hacen referencia a relojes, de oro, de plata, que suenan antes de tiempo. McCullers recoge el tiempo como aliado de la soledad, que es su tema, y que parece infinita, atemporal, pero que también se acaba. Su literatura nos viene a decir que también el dolor tiene un punto final. Quizás por eso los críticos ven un optimismo latente que supera a tantos profetas de malos augurios. Leerlos nos reclama olvidarnos del reloj, descansar mentalmente de la campaña electoral y situar la vida a otro nivel. Por eso son grandes y por eso son inmortales.