Hablar de incluir otra opción, una tercera vía, en un hipotético referéndum sobre la independencia de Catalunya acordado con el estado español y de carácter vinculante o plantear que la votación se pueda llevar a cabo en el conjunto de España ya lo hacía Artur Mas cuando era president de la Generalitat, con el inestimable concurso de su socio de entonces, Josep Antoni Duran Lleida. Eran los últimos coletazos de CiU. Que prácticamente diez años más tarde lo vuelva a poner sobre la mesa el inquilino actual del palacio de la plaza de Sant Jaume de Barcelona y coordinador nacional de ERC, Pere Aragonès, no es, por tanto, nada nuevo, pero resulta especialmente preocupante que habiendo pasado tanto tiempo la posición de los dirigentes políticos catalanes sobre esta cuestión no se haya movido de lugar.

Estas son, resumidas, las propuestas que contiene el llamado acuerdo de claridad que hace un año el 132º president de la Generalitat encargó a un grupo de expertos que dotasen de contenido y que ahora quiere utilizar en la negociación con el PSOE sobre una nueva investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno de España. No hacía falta ser muy entendido ni emplear tanto tiempo para llegar a tales conclusiones, que no debe ser casualidad que eviten en todo momento utilizar los términos independencia y autodeterminación. Bastaba con un análisis político del momento para saber qué quería ERC. El problema que tiene un acuerdo de claridad, siguiendo la estela de lo que en su día estableció Canadá en relación con Quebec, es que quien lo promueve (Canadá) lo hace justamente para impedir la independencia de la parte que se quiere escindir (Quebec). Esto quiere decir que, si acaso, debería ser España la que lo impulsara para frenar las aspiraciones de Catalunya. Pero aquí es al revés, es Catalunya la que lo patrocina para tirarse piedras a su propio tejado.

La ley de claridad la aprobó Canadá en el año 2000, cinco años después de que en 1995 Quebec celebrase el último referéndum de independencia, que perdió por una diferencia de apenas medio punto. Era una ley que establecía las reglas y las condiciones a partir de las cuales Canadá aceptaría que Quebec se independizara, pero eran tan draconianas que en la práctica impedían e impiden que pueda hacerlo. Quebec lo rechazó y dio luz verde a una ley propia que reafirmaba el derecho inalienable a la autodeterminación. La realidad del acuerdo de claridad de Pere Aragonès, en cambio, es que es Catalunya la que, por incongruente que parezca, se está poniendo todas las trabas posibles para marcharse de España. Este sería el trabajo que deberían realizar las instituciones del estado español, y en particular el gobierno español, y que en otros frentes ya llevan a cabo, pero resulta que no, que son el Govern y el único partido que en estos momentos lo integra —ERC— los que le están haciendo el trabajo, el trabajo sucio, al líder del PSOE en su carrera por mantenerse una legislatura más en La Moncloa.

Todo lo que no sea un referéndum con una pregunta binaria de sí o no sobre la independencia de Catalunya no podrá ser considerado un referéndum de autodeterminación

El president de la Generalitat justifica que un referéndum sobre el futuro político de Catalunya pueda incluir opciones alternativas a la independencia como fórmula para hacer posible un acuerdo con el PSOE, que hace tiempo que ha dejado claro que rechaza cualquier consulta sobre la autodeterminación y que no piensa cambiar de opinión. De ahí el intento, sobre todo de ERC, de buscar salidas que permitan consultar de una forma u otra a los catalanes, pero que plantea tan a la desesperada que parece que lo único que haga sea inventarse teóricas soluciones para perderlas en las urnas. Dicho con otras palabras, si España no se avendrá nunca a celebrar un referéndum sobre la independencia de Catalunya mientras sepa que lo pierde, de lo que se trata es de ofrecerle una alternativa que tenga garantizado que ganará.

De esta manera lo que hace ERC es no sólo renunciar definitivamente al Primer d’Octubre y traicionar su espíritu, sino aguar un hipotético nuevo referéndum que, en el muy improbable caso de ser finalmente aceptado, podría ser sobre cualquier cosa salvo la independencia. No hay que descartar que todos juntos —en este caso también JxCat, por mucho que de cara a la galería haga ver que se desmarca— estén diseñando una consulta sobre, por ejemplo, el traspaso de Rodalies, un nuevo sistema de financiación autonómica, la reforma del Estatut —que ya es prescriptiva de acuerdo con la legislación vigente— o el sexo de los ángeles y la hagan pasar por una consulta sobre el futuro político de Catalunya y, lo que es peor, que haya quien lo compre y se lo trague. Este es un riesgo que ya existía cuando Artur Mas preparó la consulta del 9 de noviembre del 2014, el 9-N, y que ahora vuelve a coger fuerza en un intento más de hacer pasar gato por liebre.

Todo lo que no sea un referéndum con una pregunta binaria de sí o no sobre la independencia de Catalunya no podrá ser considerado un referéndum de autodeterminación. Otra cosa es que ERC y JxCat intenten diluirlo para poder hacer creer que han obtenido de Pedro Sánchez lo que reclamaban y poder justificar así el apoyo a la investidura. Pero entre un referéndum de váyase a saber qué y una amnistía que a medida que pasan los días se va viendo que sólo beneficiará a los encausados de los dos partidos, y dejará colgados a los miembros del Comité de Defensa de la República (CDR) y a todos los activistas anónimos atrapados en la pesadilla en que los han metido los propios dirigentes políticos catalanes, el líder del PSOE hará un negocio redondo.

Y si, encima, todo ello queda supeditado a que, en contrapartida, JxCat y ERC renuncien de manera explícita, negro sobre blanco, a la unilateralidad, como pretende efectivamente Pedro Sánchez y no se cansa de recordar el principal negociador en nombre de Sumar, Jaume Asens, tampoco será, a pesar de la retórica subida de tono de Carles Puigdemont y los suyos, ningún problema: no es necesario que renuncien a nada porque ya hace tiempo que lo hicieron, si es que alguna vez habían creído de verdad en ello. Quizá esto irá bien, sin embargo, para que de una vez por todas les caiga la venda de los ojos a los que todavía ahora no se creen que la gestión justamente del referéndum de aquel 1 de octubre del 2017, el 1-O, tanto la que le precedió como la que se hizo después, fue una gran estafa.