Esta pregunta de los tiempos de San Pedro, la hacen muchos hoy después de las elecciones norteamericanas, que han acabado con el mandato de Donald Trump y que colocarán al exvicepresidente Joe Biden en la Casa Blanca el 20 de enero.

Esto es porque Joe Biden, pese a haber conseguido dos años antes de llegar a su octava década lo que deseaba desde que era joven, seguramente no traerá grandes cambios, al menos para el resto del mundo, es decir, en su política exterior. Y respecto a la situación dentro de los Estados Unidos, que pueda o no hacer cambios no depende tanto de él como de dos senadores en el estado de Georgia que todavía deben ser escogidos y que decidirán la política norteamericana en los próximos dos años.

Mucho mes imprevisible es la situación de Donald Trump, tanto por el riesgo que tiene de encontrarse con problemas legales graves, que lo podrían convertir en el primer expresidente condenado a prisión, como por las posibilidades de convertirse en líder de la oposición e, incluso, en el primer expresidente que vuelve a ser candidato a la Casa Blanca. Esto no ha ocurrido jamás en la historia del país, pero no hay ningún problema constitucional por volverse a presentar. Y si llega, los Estados Unidos seguirían ejemplos de países democráticos donde sus jefes de gobierno han vuelto al poder después de haber perdido elecciones años antes.

Esta es una perspectiva que gusta tanto a los 73 millones de norteamericanos que votaron por él, como asusta a los que se han opuesto a su presidencia en los últimos cuatro años. De hecho, con la filosofía norteamericana que abandona a los perdedores, una vuelta a la Casa Blanca se presenta como improbable y difícil, pero el país está cambiando mucho y Donald Trump hace pocas cosas de la manera habitual.

Nos podemos imaginar cuáles son las perspectivas de ambos, es decir, Biden y Trump. Biden, a pesar de todas la esperanzas de cambio, lo mejor que puede ofrecer es una "vuelta a la normalidad", en el sentido que tendrá un comportamiento más tradicional en los actos públicos y las ruedas de prensa y no se dedicará, como ha hecho Trump, a prácticamente insultar a los jefes de gobierno de países con los que no está de acuerdo.

Estos cambios serían cosméticos, porque cuesta imaginar que anulará los cambios revolucionarios que Trump ha hecho con Israel, donde ha movido la embajada norteamericana a Jerusalén —lo que ningún presidente se había atrevido a hacer antes— o intentará cortar el acercamiento de los países árabes en Israel. Pese a las criticas demócratas contra Trump, es improbable que Biden abra las puertas a los iraníes, o que envíe mes soldados al Afganistàn, o ni siquiera que vuelva a hacer concesiones comerciales en China o busque una política de confrontación con Moscú.

El margen de maniobra es más grande en política interna, porque los intereses de los norteamericanos son por cuestiones económicas y nacionales, pero las posibilidades de traer los grandes cambios que quieren muchos votantes demócratas son limitadas: el presidente no gobierna por decreto, sino con el Congreso, donde la mayoría demócrata en la Cámara de Representantes ha quedado muy disminuida, y el poder depende ahora del acuerdo entre un Senado republicano y una cámara demócrata, o de sí las dos cámaras estarán controladas por los demócratas.

Esta es la razón por la que el pequeño estado de Georgia se ha convertido en el centro del interés político. Como todos los estados, té dos senadores y los resultados electorales fueron tan ajustados que hace falta una nueva votación. No será hasta el 5 de enero, dos semanas antes de la toma de posesión de Biden, que sabrá, cuándo jure su cargo al Capitolio el día 20 de enero, quién limitará su poder: si los demócratas mas progresistas que exigirán importantes reformas fiscales y sociales, o los republicanos, que atarán las manos de los demócratas con su voto en el Senado.

Este mismo día, empezará una nueva vida para Trump, que tendrá que decidir si se dedica a disfrutar de sus millones o torturar a los demócratas al frente de un Partido Republicano transformado en una formación popular y antielitista.

Pero también tendrá el riesgo de no poder hacer nada de todo eso, porque hay tanto odio contra él entre los demócratas y los republicanos que no quieren dejar de ser élites, que se podría encontrar ante los tribunales con su libertad en peligro. Hay gente que no sólo lo quiere poner en la prisión a él, sino incluso su familia por haberlo ayudado a gobernar y a hacerse rico.

La razón para llevarlo a los tribunales no está muy clara, pero va desde la posibilidad de fraude fiscal, hasta el acoso sexual. El fraude fiscal lo está investigando desde hace años el Departamento del Tesoro y no parece que haya podido acusarlo de nada. Las acusaciones de acoso sexual las previno Trump haciendo firmar a las mujeres un compromiso a renunciar a cualquier acción judicial, pero ahora parece que algunas están dispuestas a pagar para romper este compromiso -seguramente porque cobrarían más de los enemigos de Trump de lo que deberían pagar como indemnización por romper su contrato.

Si lo llegan a condenar por lo mismo que ha llevado a otros personajes a la prisión, el presidente Biden podría perdonarlo para evitar una división todavía más grave en la sociedad norteamericana, pero el perdón presidencial sólo se aplica a los delitos federales y hay fiscales de estados como Nueva York que amenazan con instruïr un sumario contra el que pronto será expresidente.

Si esto llegase a pasar, los 73 millones de seguidores de Trump, que consideran a mes que les han robado unas elecciones que ellos han ganado, verán su persecución como una caza de brujas, una proba de la superpotencia de las elites culturales y de la intolerancia de un Partido Demócrata que ha dejado de representar a los obreros y la gente sin preparación.