El president de la Generalitat, en su mensaje institucional con motivo de la Diada, volvió a prometer un nuevo referéndum de autodeterminación, aunque no pronunció la palabra referéndum y no concretó cuándo ni cómo lo piensa convocar; Junts per Catalunya le reprocha que no hace lo que debería hacer para llegar a la independencia, pero tampoco aclara lo que habría que hacer para llegar y además va amenazando con dejar el Govern, pero los que deberían marcharse no parecen muy dispuestos. Y a continuación, la autodenominada Assemblea Nacional Catalana se siente suficientemente legitimada para hablar en nombre del pueblo y exigir al president reactivar la declaración de independencia este año que viene, como si declarar la independencia fuera tan fácil como inaugurar unos juegos florales. Todo el mundo dice qué debería hacerse, pero nadie se atreve a decir cómo. Y si no lo dicen tendrá que ser porque no lo saben, porque no se atreven o porque nuevamente —como diría la doctora Ponsatí— van “de farol”.

En una reflexión anterior sostenía que el movimiento independentista catalán no tiene vuelta atrás y el éxito de la manifestación de la Diada en circunstancias tan difíciles parece confirmarlo, pero necesito precisar mi afirmación porque más que el movimiento lo que no tiene vuelta atrás es el sentimiento independentista. La diferencia es importante, porque un movimiento requiere una articulación política y hoy por hoy el independentismo catalán se percibe bastante desarticulado. Efectivamente, hay mucha gente en Catalunya que quiere la independencia y difícilmente cambiará de opinión habida cuenta de la obstinación del Estado español en maltratar a los ciudadanos de Catalunya. Otra cosa es lo que está dispuesto a hacer la gente de Catalunya para ganar la independencia.

La historia demuestra que para independizarse una nación de un Estado constituido sus ciudadanos deben estar dispuestos a sacrificios inmensos y si somos sinceros deberemos admitir que en Catalunya hay mucha gente que quiere la independencia, pero no parece muy dispuesta a poner en peligro su estatus, ni su patrimonio, ni su libertad. Ya dijo Francesc Pujols que “llegará el día en que los catalanes, por el mero hecho de serlo, irán por el mundo y lo tendrán todo pagado”, una descripción precisa de un cierto talante colectivo. Y en este sentido, no todos pero buena parte de los que se consideran independentistas ya tienen suficiente con manifestarse pacíficamente cada Once de Septiembre y votar a partidos que dicen que son independentistas. Es como un pacto tácito entre políticos y ciudadanía. Vosotros abanderáis la independencia y vais empujando, nosotros os votamos y quizás llegue el día que todo sea tan fácil como pulsar un botón sin peligro por nadie. Ya hace muchos años el profesor Joan Hortalà, cuando era secretario general de ERC, desarrolló la teoría del denominado “independentismo gradual y metódico”. Es también la forma actual de expresar la voluntad de ser y la autoestima colectiva en clave performativa. En esto los catalanes nunca se rendirán. Podrá parecer inofensiva, pero tiene una trascendencia política enorme. Para Catalunya y para España, porque determina las estrategias políticas de todos los actores, desde la Corona hasta el partido más minoritario, pasando por cada una de las instituciones del Estado, incluidas, por supuesto, las del ámbito territorial catalán.

Independentistas pidiendo a los independentistas que no voten obliga a preguntarse quién se beneficiará más de ello.

Por lo que respecta a Catalunya, la dinámica omnipresente y exasperante es una competición entre partidos que se disputan la representación del sentimiento independentista... para gobernar la Generalitat. Pero es una disputa ubicada en el ámbito de la fe. Por ejemplo, nadie como el president Puigdemont representa mejor el espíritu de resistencia y el orgullo herido de los catalanes por la represión del Estado y por eso mantiene un considerable apoyo popular, a pesar de que todo el mundo sabe que al menos a corto y medio plazo va a continuar atado de pies y manos en Waterloo y no podrá gobernar. Por su parte, Oriol Junqueras se presenta como el líder pragmático en el sentido aristotélico, que entiende la política como el arte de lo posible y así Esquerra, sin obtener demasiados resultados, se ha convertido en el partido independentista más votado. Y luego vienen las opciones supuestamente más radicales como la CUP y ahora la ANC que compiten básicamente con la retórica de presentarse como más valientes que nadie y no es poca la gente que les cree, cuando su principal éxito ha sido desacreditar las opciones mayoritarias —con mayor o menor razón— pero haciendo a menudo el juego en momentos clave a los intereses del Estado. Los presidentes Mas, Puigdemont, Torra, Aragonés, además de Jordi Turull, ya lo sufrieron bastante.

Por lo que respecta a España, hay una doble dinámica. Hay una prioridad principal compartida muy mayoritariamente por partidos e instituciones para desarticular las expresiones políticas mayoritarias del sentimiento independentista catalán y una disputa electoral entre los partidos de ámbito estatal para ver quién es más capaz de conseguir pe su cuenta la derrota del catalanismo. Ahora mismo, los poderes del Estado trabajan en dos direcciones. Primera y principal, impedir como sea que el Gobierno del Estado vuelva a depender de Esquerra Republicana, de Bildu y de Podemos. Y en segundo lugar, pero no menos importante, intervenir, legal o ilegalmente, en todos los ámbitos para disuadir a los catalanes de mantener a los independentistas en el Gobierno de la Generalitat. Hay mensajes/chantajes muy evidentes. El Estado no puede invertir en Catalunya —Rodalies, aeropuerto, sanidad...— mientras gobiernen los independentistas, porque no son gente de fiar...

De hecho, desde el principio del proceso soberanista, el Estado ha dedicado todos sus esfuerzos a ahuyentar a los independentistas de las instituciones catalanas con el objetivo subsiguiente de desnacionalizar el país. Y no va de "farol". Lo ha hecho con los presupuestos, con la represión, con la persecución, con el lawfare y ahora ya ha quedado claro que también con la infiltración, especialmente en grupos radicales. En la medida en que el independentismo se radicaliza, pierde la centralidad política imprescindible para seguir siendo electoralmente mayoritario, por eso sorprenden últimamente algunas campañas, escritos, declaraciones e iniciativas tan exigentes y atrevidas, que tampoco concretan nada y hacen sospechar. En la manifestación de la Diada se repartían panfletos sin firmar que decían “no os votaremos” o “fuera botiflers”. ¿Independentistas pidiendo a los independentistas que no voten? No votar es un derecho democrático y a menudo no faltan argumentos para hacerlo, pero defenderlo desde supuestas posiciones políticas concretas a los supuestos correligionarios obliga a preguntarse quién será el principal beneficiario.