Ricard Ustrell entrevista a Quico Pi de la Serra y le pregunta si se sintió juzgado por la sociedad cuando tuvo una hija a la edad de sesenta y ocho años. "¡En absoluto, solo faltaría!", responde nuestro glorioso músico. "La sociedad yo ya no sé qué es; es la multitud de gente que forma... ¿qué forma, exactamente, la sociedad?". A punto de llegar a los ochenta, Pi de la Serra remacha el clavo: "Me gustaría tener menos edad para ver más años a mi hija, porque aunque viva hasta los noventa, me iré cuando sea bastante jovencita". Me complace mucho la respuesta del artista. A menudo actuamos como una turba de gente enfervorizada, ejercitándonos en el deporte de juzgar la vida de todo dios sin tener ni puta idea de sus intenciones y comportamientos. No conocemos la historia íntima de una pareja, sin embargo, palillo en boca, corremos a opinar sobre si un macho demasiado mayor puede cohabitar con una pareja más joven, teorizando sobre la existencia ajena con el velo de maya de la superioridad. Sociedad, qué chusma.

¿Puede un hombre de casi setenta años tener una hija de poco más de diez? No tengo la más reputa idea. Lo que sí que puedo ver son los ojos empañados de emoción de Quico cuando se compadece de que no tendrá nunca suficiente tiempo para disfrutar de su hija Gil; y pienso también que, si yo fuera ella, no solo me enorgullecería del privilegio de haber nacido de un hombre con tanta ciencia en los dedos, sino que también me emocionaría viendo a mi padre agarrándose con frenesí al tiempo que nos queda. La sociedad ya puede decir la misa que quiera, pero las relaciones humanas siempre son de más complejidad que nuestra categorización de cualquier hecho. Entiendo que la gente se enfurezca cuando Ana Obregón compra el útero de una pobre señora para hacer revivir al fantasma de su hijo y que las mujeres más jóvenes se asqueen viendo como Leonardo DiCaprio colecciona a chiquillas como si fueran automóviles que jubila cuando justo osan llegar al cuarto de siglo.

La vida siempre es más compleja y rica que el juicio religioso de la masa, y a menudo haríamos bien en plantearnos si hay un espacio que sobrevuela nuestro idiotismo moral

Sin embargo, salvadas las conductas estrafalarias, la vida siempre es más compleja y rica que el juicio religioso de la masa, y a menudo haríamos bien en plantearnos si hay un espacio que sobrevuela nuestro idiotismo moral. La biología nos dice que un hombre tiene que ser padre en plenas facultades físicas y etcétera. Pero hace muy poco nos emocionábamos leyendo el epitafio que Xita Rubert había escrito para su magnífico padre filósofo. ¿Quiénes somos todos nosotros para meter la nariz en cosas tan bellas como estas? Vivimos en un mundo demasiado rebosante de monjas y curas de la moralidad conyugal (la mayoría de los cuales, dicho sea de paso, suelen tener vidas afectivas la mar de desdichadas). Un hombre vetusto se enamora de una mujer más joven y todo dios ya sabe, porque todo el mundo sabe de todo, que lo único que busca es modelarla a su gusto con tal de manipularla y chuparle la juventud. Todo determinismo, nada de espacio para lo imprevisto.

Amamos por un conjunto infinito de incertidumbres, carencias y miedos. Podemos tener, es cierto, la tentación de alcanzar la juventud mediante un bebé o restregándonos con gente más joven. Pero también sabemos que todo eso son ilusiones y, si bien podemos caer en la estupidez de fingir una edad que ya no nos toca, el paso del tiempo va recolocando las cosas y aceptamos felices nuestra limitadora senectud. Podemos caer en la tentación de querer a alguien más joven pensando que ella nos aportará musculatura y nosotros se la cambiaremos por sabiduría, pero, en pocos minutos, nos damos cuenta de que la costilla también nos supera en el segundo aspecto. Y es en este punto cuando hacemos las paces con nuestra mediocridad y amamos de una forma  mucho más limpia, clarividente y sencilla. La sociedad tiene siempre las cosas claras, no se equivoca nunca y tiene la ética por bandera. Pues a servidor cada día le apetece más el mundo de los grises, la incertidumbre y el pavor.

Quico habla muy poco y se prodiga todavía menos... pero siempre dice mucho y muy bien. ¿Qué es la sociedad? ¿Qué valor tiene su juicio? Solo sé que a mí me gustaría tener un padre que se hace estas preguntas, independientemente de mi edad. Y que me aferraría con uñas y dientes al tiempo que nos quede.