...en los Estados Unidos. Ahora tendremos ocasión de ver, una vez más, cómo se escogen los miembros del Tribunal Supremo Norteamericano. Y cómo la selección es partidista hasta un límite: los curricula impresionantes de los candidatos. Se intenta seleccionar a los mejores. Van aparejadas la afinidad y la calidad, empezando por la proposición que hace el presidente. No presentará nunca a un amigo suyo que sacó la carrera váyase a saber cómo y dónde.

En efecto, un presidente republicano propondrá al Senado la confirmación de jueces afines a esta ideología. Incluso a militantes, como fue el Juez Earl Warren, que sirvió como fiscal en California —los fiscales allí son electos y, por lo tanto, abiertamente partidistas—, como gobernador de aquel Estado —reelegido 3 veces (la segunda vez ganando las primarias de republicanos y demócratas)— y fue candidato en 1948 a la vicepresidencia, formando candidatura electoral perdedora con Thomas Dewey. O sea, un político de tomo y lomo. Sin embargo, desde John Marshall, el presidente del Tribunal Supremo que en 1803 inventó la jurisdicción que hoy llamamos constitucional, Warren ha sido el mejor jefe de la mejor época de la US Supreme Court.

Los demócratas han hecho más o menos lo mismo. Sin ir más lejos, la actual magistrada Kagan fue, previamente, el equivalente a la jefa de la Abogacía del Estado federal (Solicitor General of the United States). O como el actual presidente Roberts, que fue asesor de la Casa Blanca en diferentes servicios de la administración Reagan. Los jueces tienen ideología y toman partido político. De eso los americanos no se esconden. Al contrario, es la primera credencial que presentan. Aquí, las asignaciones partitocráticas y oscuras, las hace la prensa; muchos medios, además, utilizan la ideología de los jueces como puñales contra ellos.

El rasgo que distingue a los magistrados del Tribunal Supremo de Washington, sin embargo, son sus espectaculares curricula. Combinan práctica pública y privada, con docencia universitaria, lugares de confianza gubernamental y altas funcionas judiciales y de Fiscalía, en su inmensa mayoría federales. No se llegaba a jugar en la selección nacional del Derecho desde la oscuridad de la segunda división o como la hayan renombrado ahora. Con todo, hay excepciones, como la del primer magistrado negro, Thurgood Marshall, fundamentalmente un abogado. Estudió en la universidad para negros Howard, se dedicó a la abogacía y fundó la división legal de la Asociación nacional por el progreso de la gente de color (NAACP, siglas en inglés). Y antes de ser nombrado magistrado del Segundo Circuito (Nueva York) y después Abogado general federal, ganó 29 de los 32 casos que presentó ante el Tribunal Supremo, entre ellos, el que empezó a acabar con la segregación en las escuelas: Brown contra la Junta de Educación (1954). Como abogado poca cosa más se puede pedir. Y como activista político y por filiación poco más se puede decir.

Los jueces tienen ideología y toman partido político. De eso los americanos no se esconden. Al contrario, es la primera credencial que presentan. Aquí, las asignaciones partitocráticas y oscuras, las hace la prensa

Salvo alguna excepción, todos los magistrados y magistradas han pasado, la carrera de derecho y/o el doctorado en Harvard, Yale o Princeton, es decir, se han formado en las exclusivas universidades de la Ivy League (la Liga de la Hiedra). Otros centros de excelencia, como Berkeley, Stanford, la Nothwerstern o Berkeley también han dado magistrados. El proceso de selección ya empieza por una elitista selección: dinero —mucho— o becas en el top ten de las Facultades de Derecho.

Eso abre las puertas de los despachos públicos y privados, de los que la inmensa mayoría de candidatos van saltando, con algunas paradas significativas. Entre las públicas, la Abogacía General Federal o la Fiscalía General, siendo titulares o sus segundos. Otra vía para llegar al techo del Derecho en los EE. UU. es ser juez de apelaciones federal. Son 179, en un país de más de 330 millones de habitantes, que ven casi en última instancia, los pleitos más significativos norteamericanos. El Tribunal Supremo, la estación final de los procesos judiciales en el país de la Super Bowl, solo admite a trámite un 3% de los aproximadamente 8.000 casos que le llegan anualmente. Por lo tanto, ser juez federal de apelaciones es una carta de recomendación de oro. Otra vía de acceso es haber sido catedrático de Derecho, de nuevo, en alguna de las universidades de la Ivy League: Harvard, Yale, Princeton, especialmente. Y la última vía, pero no por ello despreciable, es haber sido asistente de un magistrado del Tribunal Supremo, lo que aquí llamamos letrados del Tribunal Constitucional. Prácticamente todos los actuales magistrados de la altísima corte norteamericana tienen como mínimo dos, si no tres, de estas vías.

Biden prometió que la primera vacante del Tribunal Supremo que tuviera que nombrar sería para una mujer negra, siendo así la primera mujer negra del tribunal. La derecha extrema ya ha dicho que nombrar por el color de la piel no es correcto o que supone una sobrerrepresentación de una minoría: las mujeres negras juristas del top ten jurídico. Cinismo digno de la mejor causa.

Al margen de los avatares que sufrirá la mayoría fluctuante demócrata en el Senado, donde seguramente la vicepresidenta Harris, presidenta de la cámara alta, tendrá que sudar la camiseta, las quinielas ya circulan por el Mall de Washington. Ya tienen la candidatura posible para la elección presidencial. Las tres candidatas, cuando menos de los medios, son: Ketanji Brown Jackson (51), Leondra Kruger (45) y J. Michelle Childs (55).

Jackson tiene las cuatro vías para acceder al Supremo: doble graduada por Harvard, diversos altos destinos en la Administración de justicia federal donde llegó desde la defensoría pública (abogacía de oficio pública), letrada del dimisionario juez Breyer y, desde 2011 jueza en el poderoso tribunal de circuito de Columbia. Kruger, con grados por Harvard y Yale, tiene tres. Fue fiscal federal, llegando a ser asistente primera del Fiscal General. Si bien no fue previamente jueza del tribunal federal de apelaciones, es magistrada del Tribunal Supremo de California. También fue letrada del magistrado Stevens. Childs es quien tiene, a priori, el currículum menos brillante —discúlpeme, por favor, Señoría, la exageración. Huérfana a los 10 años de un policía muerto en acto de servicio, se graduó en las universidades de Carolina del Sur y de Florida. Trabajó en el sector privado, siendo la primera socia negra en una firma de nivel. Entró después al servicio judicial y llegó a ser juez federal de apelaciones en Carolina de Sur. Hay que resaltar que solo hay 9 mujeres negras juezas federales de apelaciones de un total de 179 magistrados.

Si comparamos la selección del personal de las altas magistraturas en España, es decir, del Tribunal Constitucional, Tribunal Supremo, presidentes de los Tribunales Superiores de Justicia y de Audiencias provinciales o de la Fiscalía General del Estado y del Tribunal Supremo, tienen razón los que no quieren ninguna comparación, pues las comparaciones son odiosas. Con todos sus defectos, el sistema politicojudicial americano genera una envidia corrosiva, nada sana.

A pesar del más que previsible filibusterismo rabioso de muchos senadores republicanos, la candidata de Biden para el Tribunal Supremo provendrá, según las apuestas politicomediáticas, de este trío. En el Senado se discutirá no ideología como tal, que es claramente demócrata, sino que se debatirán sus puntos de vista sobre los puntos politicoconstitucionales más calientes de la actualidad norteamericana: desde la redistribución de los distritos electorales, a la protección de las minorías, pasando por el aborto, el sesgo de género, la pena de muerte, la inmigración y la nacionalidad o la cultura letal de las armas, fuente de tantos y tantos delitos.

Las audiencias en el Senado, que se pueden seguir en directo, no serán un camino de rosas —últimamente no lo son prácticamente nunca—. De entrada es una doble barrera: el Comité Judicial del Senado y, después, el pleno de la cámara. Los senadores, a favor y en contra, se batirán las armas para sacar lo mejor y, si pueden, lo que ellos creen lo peor de la candidata. Previamente, tendrá que haber respondido por escrito un cuestionario que será examinado con lupa en búsqueda de omisiones, inexactitudes, contradicciones y pretendidas o reales falsedades, después de haber sido sometida —su familia también— a un escrutinio de su vida profesional y personal, previa al nombramiento, por parte del FBI, y en el Senado. Aquí podrá estar a la vista de informaciones provistas por potentes investigadores parapoliciales experimentadísimos, que removerán hasta la basura de su casa. El juego limpio está, muchas veces, de vacaciones en este trámite.

Si comparamos la selección del personal de las altas magistraturas en España, es decir, del Tribunal Constitucional, Tribunal Supremo, presidentes de los Tribunales Superiores de Justicia y de Audiencias provinciales o de la Fiscalía General del Estado y del Tribunal Supremo, tienen razón los que no quieren ninguna comparación, pues las comparaciones son odiosas. Con todos sus defectos, el sistema politicojudicial americano genera una envidia corrosiva, nada sana.