Este año el curso empieza en más de un sentido, porque las elecciones de julio han hecho coincidir el parón de las vacaciones de verano con la incógnita de quién será el nuevo presidente del Gobierno. No es que pueda haber demasiadas sorpresas, no es una búsqueda al por mayor, pero los resultados han sido lo bastante tiquismiquis como para que no esté nada claro que sucederá. Evidentemente, Feijóo, que es quien ya se ha postulado, lo tiene bien complicado a pesar de haber ganado las elecciones. Hasta el punto de que ahora considera normal —cuando menos, así lo defiende— hablar con Junts. Y el PSOE lo mismo, de repente ya no recuerda la ingente letra vertida para distinguir entre los separatistas "buenos" —o redimidos, y solo en la medida en la que los necesitaba— y los separatistas a secas o, lo que es igual, separatistas "malos". Evidentemente, solo hasta que cambien las tornas.

Y en este panorama emerge, casi poéticamente, la desesperación de Ciudadanos por la reunión de la vicepresidenta del gobierno, Yolanda Díaz, y el president Puigdemont. De hecho, si se alcanza un pacto, del tipo que sea, sin duda deberán aumentar las horas de atención psicológica que proporcione la seguridad social para apaciguar la esquizofrenia social que desencajará a más de uno o de una, y no solo de este partido.

Los buenos y los malos que se señalan socialmente cambian en un segundo, y no solo porque ni nadie es tan bueno ni nadie es tan malo, sino porque las definiciones nunca son neutras

La fecha del 23 de julio debería pasar a la historia como el inicio de un periodo de demostración fehaciente de que los buenos y los malos que se señalan socialmente cambian en un segundo, y no solo porque de hecho ni nadie es tan bueno ni nadie es tan malo, sino porque las definiciones nunca son neutras. Si, además, este señalamiento se produce o es el producto de intereses políticos, todavía es peor. Y más ahora que los discursos y las proclamas que se hacen a la ciudadanía son cada vez más especialmente extremistas, chapuceras, simplistas y nada respetuosas con las evidencias.

Cosa que por ella misma ya es lo bastante grave, pero que todavía es peor, porque aboca a situaciones imposibles, ya no para alcanzar pactos, sino para que una buena parte de la ciudadanía entienda qué pasa y para que la convivencia se mantenga en términos pacíficos de aceptación de la diferencia con toda su complejidad. No debería haber democracia —en otras palabras, no es posible la democracia— sin clases a la ciudadanía, no ya de qué es el sistema político o lo que supone, sino de la manipulación de la información que hacen los actores políticos y también de la que hacen los medios de comunicación a la sombra de los mismos. Aquí y en cualquier lugar del mundo, aunque España sobresalga en esta cuestión. Ahora que la inteligencia artificial nos sustituirá en tantos tipos de conocimientos, pienso firmemente que hay que dar un giro completo a lo que debemos enseñar, en el conjunto del sistema educativo; aunque también soy plenamente consciente de que eso no interesa ni a los que ya mandan ni a los que piensan mandar algún día. Y, por supuesto, tampoco a quienes viven en la sombra del poder.