La política española pisa estos días con aparente garbo la alfombra de la soberbia y la estupidez. Es sabido que está empedrado el infierno con las mejores intenciones, y no vamos a dudar de la que animó a la ministra Montero a poner en marcha una reforma del Código Penal que de una vez diese el golpe de gracia a esa execrable condición humana que supone perpetrar una agresión sexual. Pero erró en el tiro de forma flagrante, pariéndose en el Congreso de los Diputados un engendro que engloba en el mismo tipo penal lo que fueron dos distintos, que establece un gradiente punitivo que deja lagunas y, por tanto, obliga al aplicador judicial a optar por la interpretación más favorable al reo, lo que en muchos casos significará atenuación de penas, liberación de presos o rebaja de grados penitenciarios, unos cambios que no podrán evitarse, aunque mañana los soberbios reconocieran su error y lo intentaran enmendar por la vía de urgencia y que activará un mecanismo perverso que decían querer evitar: la doble victimización de las personas que han sufrido en su carne o en las de sus seres queridos una acción criminal de ese tipo, y que tendrán que revivirlo de un modo u otro.

Pero la ministra permanente (Sánchez sabe que puede liquidar cuantos suyos quiera, pero a esa la tiene que mantener) no estuvo solo rodeada de sus incondicionales en la perpetración de su error de bulto (de bulto, digo, porque fue advertida por órganos legitimados al efecto, como consta en el portal de transparencia del Congreso). Al despropósito legislativo resultante de esa queremos creer que bienintencionada acción ministerial se sumaron, no se olvide, el resto del Gobierno, con el presidente a la cabeza por muy lejos que se encuentre ahora (no en vano se trata de un órgano colegiado y no basta con callar, como hace estos días la ambición rubia) y una serie de partidos políticos que también en eso tenían que seguir conformando la mayoría que llevó a Pedro Sánchez a la Moncloa cuando triunfó su moción de censura y que le sigue sosteniendo sin enmendarle nada. El objetivo de unos y otros, también de quienes los critican cuando yerran o cuando aciertan, es claro, mantenerse en el poder, que da brillo y manutención a sus vidas. El precio que pagamos todos es la aplicación de esas normas sobre nuestras cabezas; el precio que pagan ellos es servir de cortina de humo, siempre a la greña, que da espectáculo, para que otros sigan a lo suyo, como siempre, desde la noche de los tiempos, allá y aquí, y por supuesto, mucho antes del franquismo, también pantalla para escenificar el desencuentro.

Las televisiones, públicas y privadas, vivirán la paradoja de ofrecer programas que denuncian la corrupción e injusticia de países como Qatar, mientras les compran derechos para que el televidente engulla la crítica y el partido, todo junto

Aunque de tanto en tanto un BOE le pueda fastidiar momentáneamente sus expectativas de beneficio, el verdadero poder juega en otra liga, y nunca mejor traída la metáfora que para hablar del Mundial de Qatar. Gracias al evento, y a las tan ventiladas actividades de diversos países occidentales en el entorno del golfo Pérsico, hemos recibido masiva noticia de las condiciones laborales de los extranjeros en múltiples sectores productivos del país catarí, del nulo respeto por las libertades civiles excepto, si acaso, para aquellos turistas (grupo privilegiado de extranjeros) que los visitan, o de la nula consideración pública de la dignidad de las mujeres por más que bajo los velos y en el ámbito privado puedan lucir maquillaje, vestir lujosas marcas o distender su actitud. Ya lo sabíamos, y respecto de ese como de tantos otros países con los que Occidente negocia o a los que Occidente explota, nadie ha dicho nada. Pero el Mundial es una ocasión privilegiada para posicionarse públicamente. ¿Alguien lo hará?

Cuando llega el momento de ser heroico, casi nadie lo es, ni siquiera en lo más mínimo, como lo sería el hecho de dejar de ver esos partidos por cuyos derechos de explotación se ha traficado con sangre, sudor y lágrimas hasta la náusea. Mientras los altos mandatarios gubernamentales se dan cita en reuniones (con la letra G delante) para lucimiento de quienes buscan la foto-catapulta de sus ambiciones, y consolidación del poder de quienes los arropan, en las bambalinas de la representación se suceden los abusos, las ilegalidades, los tráficos de influencias, advirtiendo al mundo que lo del emérito rey de España, arrastrado al lodo por la cortesana y por su propia irresponsabilidad, no es más que una cortina de humo tras la que ocultar que los de siempre continúan a lo suyo y que el pequeño burgués orteguiano en que todos nos hemos convertido, cada uno a su nivel, no piensa levantar un dedo para protestar, ufano el individuo si va salvando el día a día mientras planea sus compras de Navidad.

Sin héroes anónimos, requeriríamos que al menos tomasen el relevo otros más significados, pero ahí tampoco parece haber mucha esperanza: el jugador de ficha astronómica no quiere perder su oportunidad para lucirse en uno de los más mediáticos eventos deportivos, y el gobierno catarí, que como tantos otros de su entorno lo sabe, opera en la frecuencia del soft power, blanqueando su imagen al acompañar la de la estrella, que se deja querer, manosear, usar por un buen puñado de dólares. ¿Mercenarios? Bueno, sí, pero esa es su profesión. La cantante emergente de un concurso televisivo tampoco quiere vestir el traje de heroína, y se escuda en el hecho de que en Qatar como en España meneará el culo en el espectáculo que tiene preparado, arropada en el escenario por todo su equipo de variada orientación sexual, como si estuviera arriesgando algo más que cualquier turista bien tratado en países corruptos y míseros en los que se compre una “vivencia aventurera con sábanas de satén y agua caliente en la cabaña”. Las televisiones, públicas y privadas, vivirán la paradoja de ofrecer programas que denuncian la corrupción e injusticia de países como Qatar, mientras les compran derechos para que el televidente, maleado como nos recordaba Sartori, engulla la crítica y el partido, todo junto y bien mezclado con esa basura (televisiva y alimenticia) que borra de su cerebro las neuronas críticas y le bombardean con la necesidad de apuntarse a otro gimnasio o a otro tratamiento estético.

Vamos camino de celebrar un Mundial de Fútbol que aparenta fiesta y esconde aquelarre. Un espejo y su revés, eso es Qatar.