Entre la mayoría de mis coetáneos (la actitud es especialmente visible en la sectorial de humoristas) se está instalando con fuerza la creencia procesista según la cual este país siempre será una boñiga sin ningún tipo de solución. Acosados por unos políticos de listón bajo y sin ningún tipo de ambición, los graciosos de la tribu han asumido irreflexivamente el "puta Catalunya", y su agenda de los próximos lustros se limitará a hacer chistes de los cojos que dicen comandarnos (de una forma contraproducente, porque humanizar a los eunucos es el mejor favor que les pueden hacer). No los culpo ni les quiero dar lecciones de nada; en efecto, todo el estado de cosas presente, con los políticos catalanes en Madrid salvando una ley de autónomos que es un auténtico robo o aplaudiendo el rescate de las autopistas de la capital del reino, incita a tirarse por la ventana. Entiendo el pesimismo, pero no la claudicación.

Diría que mi generación vale para algo más que hacer el juego de alienación de los bufones de la corte y pasearse por los platós de TV3 haciendo el chupaglandes. El procés ha sido una máquina de destruir almas (la mía, no soy ningún héroe, ha estado también a punto de naufragar entre la noche y el tedio), pero ha clarificado muchísimo la situación del país. Hoy por hoy, nadie con un mínimo entendimiento puede discutir que el escollo para la independencia sea España; de existir, en efecto, serían los partidos que todavía tienen la cara dura de llamarse independentistas. A su vez, la claudicación de nuestros líderes ha comportado una fotografía bien clara del precio de cada uno; podemos repasar nombre por nombre, cargo por cargo, y manifestar cómo la mayoría de espíritus del país han vendido sus convicciones por una cantidad que no valdría ni para pagarse un piso en la parte pobre del Eixample. El dinero es un precioso barómetro.

El procés ha sido una máquina de destruir almas (la mía, no soy ningún héroe, ha estado también a punto de naufragar entre la noche y el tedio), pero ha clarificado muchísimo la situación del país

Los diez últimos años de la política catalana pueden ser dramáticos, pero no una pérdida de tiempo. El 1-O certificó la muerte del catalanismo político (es decir, del futuro del sistema autonómico español) y, a su vez, demostró que un referéndum en Catalunya es perfectamente posible, incluso en un entorno de violencia y con la policía autonómica má o menos tirando. Quien quiera entonar el puta Catalunya y rendirse porque no tiene fuerzas tiene todo el derecho del mundo: pero que no culpe al país, sino a su escasa virtud. Esta es la única nación que ha sobrevivido a los procesos de unificación estatal de la vieja Europa, una de las pocas colectividades que ha salvado la burocratización política del siglo XIX. Nuestra lengua, contra lo que dicen los cursis y los apocalípticos, está más viva que nunca, por el simple hecho de que supura una libertad de expresión y una ductilidad inauditas en nuestra historia.

Si te has rendido, compañero de batallas, la puta eres tú. Si has decidido que tienes bastante con hacerte viejo apenas iniciada la cuarentena de años, insisto, el problema lo tienes tú, no tu espléndida nación. Si amas el país, disfrázate de americano y deja de pensar qué te debe para preguntarte qué puedes hacer por él. Seguro que encuentras alguna forma de convertir la boñiga en perfume o de repartirla en el campo para que fructifique en flores. De momento, tenemos unos meses magníficos para fomentar la abstención en las próximas municipales y destronar a la clase procesista de su carraca de migajas. Ahora la idea os sonará tan marciana como cuando empezamos a hablar de referéndum y la esquerrovergencia nos escarnecía como locos. Pero si tenemos un éxito similar, o solo que sea la mitad de eficaz, ya pueden empezar a temblar. Todo el mundo quiere hacer propaganda de un tiempo muerto. Pero estamos en un tiempo nuevo.

Va, espabila.