Desde la entrevista que el president Pujol concedió en can Cuní hace unos días he leído unos cuantos artículos de opinión sobre la cosa. Todos de hombres entre la cuarentena y la cincuentena. Jordi Pujol es hoy una persona tan desdibujada que cualquiera se atreve a redibujarlo al dictado de sus intereses con el único y último objetivo de darse la razón. Es exactamente eso lo que han hecho todos estos hombres, picoteando la cepa de un árbol más decapitado por la edad que por la política, al lanzarse a deformar una entrevista sin sustancia para ponerla a su servicio. Cualquiera desmonta los argumentos de alguien que casi no tiene suficiente para verbalizar sus pensamientos y llevarlos de A a B sin perderse por el camino. Cualquiera los suelda para darles la forma de engranaje exacto para los mecanismos de una visión de país en que el "ya os lo decía" y el "ya lo veréis" se den siempre la mano.

Como gallinitas distraídas —titas, titas, titas—, no ha habido ningún heredero —o renegado— de Pujol capaz de traspasar nada tan sólido como lo que recibió

No hay nada en el presente de Jordi Pujol que sirva para hacer eso, en realidad. Quien lo hace salta del pasado al futuro con el presente como excusa porque es capaz de detectar qué zumo hace la boca agua a los catalanes. Pujol siempre es un tema, incluso para los que, por una cuestión puramente generacional, en vez de llenarlo y trajinarlo, lo hemos vaciado hasta convertirlo en un meme. A los hijos de Facebook, Twitter e Instagram nos fascina más el vídeo de Jordi Pujol explicando Jennifer de los Catarres que cualquier intelectualización de unas cobardías que en realidad arrastra cualquier catalanito. Pujol es el padre de una generación que lo mata siempre que puede y es el abuelo de una generación que lo ve pasar explicando su sube-baja en el Dragon Khan y le hace retuit. Por desinterés o por pereza, o porque filtramos cualquier experiencia colectiva a través de internet, la figura de Pujol es para mi generación un sticker, un meme, un vídeo, una rebequita de Marta Ferrusola en Port Aventura, una manera de sentirnos más o menos cómodos siendo nietos de un legado del que no podemos escapar sin tener que examinarlo compulsivamente. En vez de tratar de entender la debilidad de los que en un hombre chocheando en la radio ven la explicación de una obra de gobierno y de un proyecto de país, utilizamos la ironía —es decir, la inteligencia— para separar al abuelo que nos hace gracia del hombre a quien todo el mundo lee como quiere. Somos esta gente.

Hacemos stickers de Pujol para olvidar que nos han plantado ante la peor clase política de la historia con las manos vacías

Nos han cedido una herencia política disfuncional porque Pujol ha quedado desmenuzado pero no se ha construido nada diferente. Todavía hoy, quien políticamente quiere hacer alguna cosa tiene que estar dispuesto a nutrirse de los restos del pujolismo para absorber un poco de know-how. En este estropicio, los hijos han estado tan ocupados matando al padre que los nietos hemos quedado desatendidos. Los hijos nos transmiten el análisis del legado de alguien más y el tiempo dirá si eso nos servirá para hacer algo con cara y ojos y liberarnos, o si todos estos artículos y todas estas intervenciones con voz forzosamente grave en las tertulias serán poca cosa más que unos milhombres haciéndose los milhombres. Como gallinitas distraídas —titas, titas, titas—, no ha habido ningún heredero —o renegado— de Pujol capaz de traspasar nada tan sólido como lo que recibió. Sin nada nuevo para mamar y con la cabeza triturada por el sentimentalismo baratito, el cinismo crónico y las pallaserías propias del momento político actual, hacemos stickers de Jordi Pujol para pasar el rato y olvidar que nos han plantado ante la peor clase política de la historia con las manos vacías.