Ni pagos por adelantado, ni nosurrender. De la épica de la retórica inflamada a una praxis legislativa prosaica, de un día para otro, que ahora se concreta en el inicio de la tramitación en las Cortes españolas de la ley de amnistía. Arranca, ahora sí, y con Pedro Sánchez investido, la más que previsible tortuosa singladura este martes, en el Congreso, de una ley que la derecha española —privada de acceder al poder a pesar de la victoria electoral del PP— ha convertido en el enésimo episodio del fin de España. Y ahora también de la democracia.

La ley tiene por delante un incierto camino, de curvas y minas, un verdadero viacrucis en dos tiempos. Primero, la Vía Dolorosa de Congreso, Senado y Congreso nuevamente. No solo por la oposición incendiaria que escenificarán Vox y PP. También por las disidencias entre la amalgama de fuerzas que aritméticamente son imprescindibles para evitar que la ley se embarranque en las enmiendas. Podemos, cinco diputados, tantos como el PNV, acaba de advertir que no avalará la ley si incluye casos de corrupción, en una implícita referencia a la intención de Waterloo (y de una parte de Junts) de salvar, todo sea dicho en terminología juntaire, a algún VIP. Y a la vez porque el PSOE actúa por una convicción sobrevenida, haciendo de la necesidad virtud. Por lo tanto, con un entusiasmo forzado por las circunstancias.

La ley de amnistía es ahora el pretexto de una derecha que, hoy por hoy, odia más a Pedro Sánchez que a Puigdemont; este último es solo la espoleta

Pero superada la Vía Dolorosa del Congreso —sería grave que se embarrancara por desavenencias sobre qué es y no es corrupción— llegará la entrada de la ley al Santo Sepulcro de la judicatura. Y si superar la Vía Dolorosa ya será farragoso, cuando la ley llegue a manos de aquellos que tienen que interpretarla y aplicarla, llegará el verdadero calvario. Sobre todo si tenemos en cuenta que los jueces atrincherados en el Consejo General del Poder Judicial ya salieron a por todas sin haber leído el articulado de la ley. Un posicionamiento político tan insólito como su continuidad, pues hace cinco años que tendrían que haber abandonado el cargo.

La actitud de buena parte de la judicatura es más que previsible, no solo por lo que ya han dicho públicamente, sino —y sobre todo— por lo que pasó con la reforma del delito de malversación y desórdenes públicos, cuando los jueces (en especial con respecto a la malversación) interpretaron la ley con una voluntad manifiestamente contraria al espíritu de la reforma. Un episodio funesto, uno más, que no fue aprovechado por el nosurrendismo postizo para denunciar el fraude de ley de los jueces, sino para arremeter con virulencia contra los que habían promovido la reforma, en un ejercicio de la peor política connotado por un partidismo descarnado.

No, definitivamente, no será fácil, ni rápido, ni indoloro lo que está por venir. La ley de amnistía es ahora el pretexto de una derecha que, hoy por hoy, odia más a Pedro Sánchez que a Puigdemont. Este último es solo la espoleta. Pero el verdadero objetivo a batir es el camaleónico presidente Pedro Sánchez, el mismo que Puigdemont amenazaba ya con hacer caer —ante Manfred Weber— con una moción de censura pactada con Feijóo. Palos de ciego para mantener la atención. A ciencia cierta, no se lo traga nadie. Pero es una evidencia notable de una política que cuando gestiona la complejidad reacciona con despropósitos.