Que el 2023, políticamente hablando, empezara en Catalunya con el presupuesto de la Generalitat prorrogado porque el del nuevo ejercicio aún no había sido posible aprobarlo, no debería de haber sido noticia. De hecho, desde el 2010 hasta ahora las únicas cuentas públicas que han visto la luz en tiempo y forma son las del 2022. Gobernar con los números caducados ha sido práctica habitual, y no sólo de forma provisional, sino que muchos años la prórroga ha durado todo el ejercicio (los de 2017 incluso dos). ¿A qué han venido, pues, tantos aspavientos por parte de todos, unos para conseguir que se aprobaran deprisa y otros para poner tantos obstáculos como fuera posible?

Lo que ha pasado, más allá de la necesidad de mantener los comederos que viven del erario público, es que detrás del debate del presupuesto se ha escondido la enconada pugna que mantienen los partidos catalanes para administrar las migajas de la poca autonomía que queda. Y en este terreno de juego el PSC ha demostrado ser el mejor de todos. Una vez quedó en minoría por la salida de JxCat del Govern, ERC se pasó semanas y semanas —asegurando siempre que era la última— suplicando el apoyo del PSC para sacar adelante las cifras de este año, dado que con el acuerdo con En Comú Podem no bastaba. Y Salvador Illa se lo ha acabado dando, pero haciéndoselo sufrir con sangre, sudor y lágrimas y después de conseguir que Pere Aragonès, todo un president de la Generalitat, se arrastrara tragándose el Cuarto Cinturón, la ampliación del aeropuerto de Barcelona y el complejo recreativo Hard Rock de Salou y Vila-seca.

Tres proyectos que, total, figuran en un anexo de las cuentas, sin asignación dineraria alguna, y que, a pesar de las previsiones de plazos que contiene, no deja de ser una mera declaración de intenciones que, al margen del compromiso político, no obliga a nada. Y a pesar de ello parece quién sabe qué, sobre todo porque el PSC ha sabido imponer el relato de lo mucho que había obtenido en contrapartida y ERC, en cambio, ha sido incapaz de contrarrestarlo y situar las cosas en su verdadero sitio. El PSC ha aprovechado la extrema debilidad de ERC para marcar territorio y, visto el éxito de la empresa, más que lo hará en lo que queda  de mandato —en teoría hasta el 2025—, si es que Pere Aragonès puede agotarlo en la situación de minoría en que se encuentra. Si no, no importa, porque Salvador Illa ya está preparado para el asalto a la Generalitat, convencido de que si de vender autonomismo se trata, siempre lo hará mejor el original, el PSC, que la mala copia en la que desde el 2017 se ha convertido ERC.

Si lo que pretenden PSC, ERC y JxCat es disputarse la centralidad de los restos del autonomismo, ahora que el independentismo se ha quedado sin partidos que le representen, no cabe duda de quién saldrá ganador, sean cuando sean las próximas elecciones

El PSC, por otra parte, se está beneficiando también de la desorientación que sufre JxCat, que desde que no está en el Govern y desde que Carles Puigdemont decidió dejar el trabajo de partido para centrarse en la marcha del Consell de la República, ha perdido por completo la carta de navegación. Pendiente del desenlace del juicio a Laura Borràs para ver cómo se recompone la correlación de fuerzas interna —la presidenta del Parlament suspendida tiene tantos detractores fuera del partido como dentro—, hoy está absolutamente fuera de juego y su discurso parece haber quedado reducido a buscarle las cosquillas al antiguo socio. Además, lo hace con argumentos tan triviales como que si pacta con el PSC, que si son los del 155, que si vuelve el tripartito, que si se ha cargado la legislatura del 52%..., como si en todo ello resultara que la propia formación no tiene nada que ver. Y, por si no era suficiente para hacerse notar, presenta una enmienda a la totalidad de las cuentas públicas de Catalunya de este año que en parte son deudoras de su exconseller de Economia. El problema es que JxCat no está limpio de culpa, porque mantiene intacta la alianza con el PSC en la Diputació de Barcelona y es tan responsable como ERC de haber desperdiciado el sueño independentista que se fue forjando a partir del 2010, por lo que su credibilidad es en estos momentos nula. Si encima se avergüenza de lo que en realidad es —mal que le pese, uno de los herederos de CiU— y prefiere parecerse a la ERC de antes del 1-O o incluso hacer de CUP, la deriva costará más de reconducir.

En este escenario, si lo que pretenden PSC, ERC y JxCat es disputarse la centralidad de los restos del autonomismo, ahora que el independentismo se ha quedado sin partidos que le representen —y, sobre el papel, el votante independentista se encuentra en consecuencia huérfano—, no cabe duda de quién saldrá ganador, sean cuando sean las próximas elecciones. De hecho, actualmente ya hay quien piensa que quien manda de verdad en Catalunya es el PSC —aunque sea como testaferro del PSOE—, y para acabar de redondearlo sin quemarse ni ensuciarse las manos y haciendo que los marrones se los coma todos ERC. El caso del presupuesto de la Generalitat de este 2023 y el del reciente despido del humorista y guionista Manel Vidal del programa Zona Franca de TV3 por criticar precisamente al PSC así lo evidencian con toda claridad. Una forma expeditiva de dejar el territorio bien marcado.

El PSC, en fin, tiene el viento a favor después de haber recuperado el 2021 el voto españolista más visceralmente anticatalán que el 2017 se había ido hacia Cs, y ahora se dispone a ser el voto útil del resto del unionismo y del catalanismo pactista de toda la vida —el que en otros tiempos depositaba su confianza en CiU— ante la incomparecencia del independentismo. Solo le falta, para poner la guinda al pastel que ya se ve comiéndose dentro del Palau de la Generalitat, que su candidato a 133º president deje a un lado la pose de enano gruñón que le caracteriza —obviamente no por la estatura— y que le impide esbozar, aunque sea de vez en cuando, una mínima sonrisa.