El político que me ha gustado más de esta campaña electoral ha sido, con mucha diferencia, Roger Muntañola. A pesar del apoyo que ha recibido de La Vanguardia y del resto de medios de Vichy, el candidato del PDeCAT ha hecho unos resultados pésimos, que dicen mucho de la situación política del país y de los problemas que tendrá España para legitimar su democracia contra Catalunya. Sin ir más lejos, solo en Barcelona, la candidatura de Primàries de 2019, dirigida en buena parte por el equipo de Casablanca, consiguió más votos con toda la prensa en contra. 

Muntañola me ha recordado que una de las primeras discusiones que tuvimos en aquellas elecciones con los sectores más afines a Jordi Graupera era si debíamos concentrarnos en sacar los votos del espacio convergente. El argumento del equipo de Casablanca siempre fue que la prioridad era intentar superar la cultura política del autonomismo, no entrar en el Ayuntamiento a cualquier precio. Joan Vives, que corría por allá, decía que hablábamos poco de la independencia, y nuestra posición era que no habíamos elegido presentarnos en Barcelona para estirar todavía más el chicle del procés.

Lo explico porque veo que la autodeterminación vuelve a ser el gran cebo electoral del cuarto espacio que parece que se va fraguando alrededor del grupo de Jordi Graupera y Clara Ponsatí. Tanto da si lees a Agustí Colomines o Montserrat Dameson, al propio Graupera o los artículos y los tuits que escriben los miembros de la tertulia proscrita de Vilaweb. El espacio convergente continúa dividido entre los que querrían volver atrás, a los tiempos dorados del pujolismo, y los que no han entendido que Catalunya ya no está en condiciones de hacer la independencia ni de mantener ningún pulso con el Estado que no acabe mal. 

ERC se ha refugiado en el proyecto de la España plurinacional porque Oriol Junqueras parece haber entendido que la única manera de avanzar, o de contener la oleada darwinista europea, es presionar a Madrid a través de los partidos de la periferia del Estado. Su partido ha perdido más de 400 mil votos, pero Bildu ha superado al PNV, y el PSOE y el mundo de Podemos tienen una prueba más de que, sin los Països Catalans, no pueden ir a ningún lado. ERC pierde votos, pero no pierde influencia. Su discurso antifascista, de hecho, pensado para hacer palanca a través de los fantasmas del franquismo y del miedo que dan PP y Vox, es hegemónico sin discusión en Catalunya.

Las mentiras del procés, y la cadena de renuncias íntimas forzada por el régimen de Vichy, ha dejado un desierto político en el espacio nacionalista que los sectores más activos del país tendrán la tentación de llenar con cualquier cosa

El espacio de CiU, en cambio, cada vez está más fragmentado, y cada vez sufre más para armonizar los intereses de las élites barcelonesas con los intereses de su electorado. A diferencia del mundo de ERC, las facciones del espacio de CiU no se sienten deudoras de ninguna tradición histórica que vaya más allá del autonomismo. Incluso Sílvia Orriols, que es heredera política de Daniel Cardona, hace su carrera con el apoyo de un grupo de pujolistas que creen que un país se puede salvar con un poco de marketing político agresivo. Basta con leer la entrevista que Joan Burdeus le hizo en el diario El País para ver el interés que hay, en la corte de Vichy, para convertir a Orriols en un banco tóxico que sirva para sacarle el sambenito de trumpista a Graupera.

Para acabarlo de enredar, el éxito del discurso de la abstención y la proximidad de las elecciones autonómicas ha despertado una auténtica fiebre del oro en el espacio convergente. Las facciones próximas a Puigdemont y a Ponsatí asumen que los votos volverán si alguien creíble es capaz de poner de nuevo la autodeterminación en el centro del debate político. El problema es que ya no estamos en 2017, ni siquiera en 2019. Cuando la candidatura de Graupera se presentó, apenas se empezaba a romper la confianza entre los votantes y los partidos tradicionales. En estos años lo que se ha roto es la confianza entre los catalanes —por eso la táctica de Junqueras de aliarse con el mundo republicano español tiene todo el sentido desde su punto de vista. 

Muntañola ofrecía una receta realista que tenía la virtud de ser la receta que él mismo siempre ha defendido. El problema de Muntañola no era el discurso, sino los amigos y la trayectoria, es decir, que se le notaba demasiado que su figura serviría más para dar juego a la derecha española, que no para defender a los votantes nacionalistas. En Can Puigdemont sacan pecho porque el resultado de las elecciones les ha dado protagonismo, pero es difícil que su partido pueda aprovechar la ocasión sin romperse. Si la autodeterminación fuera algo más que un reclamo electoral, Puigdemont habría dicho de entrada que Junts solo investiría a Pedro Sánchez a cambio de un referéndum —o de la aplicación del 1 de octubre.

Sánchez no podría, ni siquiera, hacer volver a los exiliados aunque quisiera. Por otro lado, siempre puede forzar unas nuevas elecciones que insistan en la idea que si él no es presidente, mandará Vox. La abstención no es una mina de votos, como creen algunos avispados. La abstención es un airbag que protege al país de los chantajes franquistas que ya sufrimos en la Transición. Quizás Sánchez ofrecerá a Xavier Trias ser alcalde de Barcelona tutelado por el PSC, y esto también agravará la crisis del espacio convergente. El problema de los convergentes, desde Trias hasta Ponsatí, es que no se han preocupado de tener un proyecto nacional para Catalunya que esté a la altura del sentimiento independentista que despertó el procés. 

ERC tiene un proyecto catalán para España, como lo tenía la CiU de Pujol. Las facciones del espacio convergente, en cambio, más bien tienen proyectos personales para Catalunya, normalmente pervertidos por la impaciencia. Las mentiras del procés, y la cadena de renuncias íntimas forzada por el régimen de Vichy, ha dejado un desierto político en el espacio nacionalista que los sectores más activos del país tendrán la tentación de llenar con cualquier cosa. Mientras escuchaba a Muntañola pensaba que su discurso, pasado por una red cultural y política que no fuera tan nostálgica de los años noventa y que, en cambio, fuera lo suficiente resiliente como para no buscar resultados y simpatías inmediatas, a la larga quizás podría hacer un cierto bien; cuando menos, más bien que todo este ruido de convergentes antifascistas, subsidiarios de Junqueras, que se escucha de unos años a esta parte.

Para que incluso los más tontos puedan entenderlo: ahora mismo, ni Puigdemont ni Ponsatí podrían ganar un referéndum; en cambio, con el trabajo que se ha hecho de destrucción del autonomismo, cualquier política que nacionalice un poco el país nos acerca a la independencia, ni que sea a muy largo plazo.