Cada día me parece más que Sílvia Orriols es la única diputada del Parlament que todavía tiene la cabeza en su sitio. Su posición política me recuerda mucho al discurso antiimperialista que dio la base popular al catalanismo cuando se opuso a la guerra de Cuba contra la opinión mayoritaria del país. La fuerza disruptiva de Orriols no viene de las propuestas concretas —que se pueden discutir más o menos sobre el papel. Viene de su actitud descarnadamente realista ante de un mundo putrefacto que se hunde. Mientras el resto de políticos parecen resignados a pensar dentro de los marcos establecidos, aunque no encuentren soluciones, Orriols parece inmune al fatalismo.

La propuesta de prohibir el velo islámico es un buen ejemplo para explicar hasta qué punto Orriols toca hueso cada vez que abre la boca. Algunos amigos me dicen que si tuviera cojones atacaría a los castellanos que no se han integrado, en vez de meterse con los inmigrantes musulmanes. Pero la inmigración que llegó durante el franquismo tuvo una actitud respetuosa con la historia del país durante el procés de independencia. El fracaso del procés no se puede atribuir a los votantes de Ciudadanos, del PSC o del PP. Más bien fueron los políticos nuestros los que alimentaron los engaños o los permitieron. No hace falta que todo el mundo baile sardanas para poder vivir en un país libre.

Orriols invoca a menudo los valores de Occidente, pero de lo que habla siempre realmente es de la libertad de los catalanes, y de sus límites. Si fuéramos infinitamente fuertes, podríamos ser infinitamente tolerantes y generosos. Podríamos utilizar la libertad para corromper o para debilitar a las civilizaciones vecinas, como ha hecho el mundo occidental durante mucho tiempo. Los mismos éxitos del catalanismo no se pueden desligar de su cultura liberal. Si el país absorbió hasta cierto punto las olas migratorias del franquismo, fue porque ofreció a los recién llegados una libertad que no conocían y que no podían gestionar solo con su cultura de origen.

La situación actual no es muy diferente. El problema es que estamos desorientados porque Occidente ha perdido la hegemonía y no podemos dar por supuestas tantas cosas como antes. Si el catalanismo no hubiera hecho fuerza contra el mundo de Franco, si no hubiera aprovechado los valores democráticos europeos para estigmatizar las actitudes africanistas de los castellanos que llegaron aquí, el país no habría salido adelante. Fue la fuerza de Catalunya como país, su famosa voluntad de ser, la que dio espíritu y grosor a la lucha antifranquista —y la que impuso los valores democráticos y capitalistas en el resto del Estado, hasta allí donde fue posible.

Para que los inmigrantes se puedan integrar en una sociedad, primero tiene que existir un país dispuesto a defender su estilo de vida y sus símbolos

Si los políticos catalanes de hace 50 o 70 años hubieran decidido que todo era relativo, y que no se podía imponer nada a los inmigrantes, seríamos un país tercermundista. De hecho, las izquierdas consideraron que no se podía imponer el catalán a los obreros y suerte tuvimos de que Trias Fargas y unos cuantos socialistas se dieron cuenta de que llevar la libertad tan lejos sería contraproducente. Sin la escuela catalana, el país se habría convertido, como hoy corre el peligro de ser, en una tierra de nadie, una sociedad invertebrada y caótica, sin ninguna capacidad para defender sus intereses. A Catalunya le habría ido mucho peor si los inmigrantes hubieran tenido toda la barra libre que Franco y sus seguidores querían.

Ahora la situación es más confusa porque no tenemos la excusa del franquismo ni una Europa que amplifique los ideales democráticos del país. Pero la política española no tiene mucho margen ante Marruecos, que tiene una alianza preferente con Estados Unidos. Además, como buen país africanista, España tenderá a bascular entre el mundo occidental y el mundo árabe, a medida que Europa entre en crisis y tenga menos recursos a ofrecer. No es casualidad que Madrid pierda protagonismo ante Polonia, que había estado tan criticada por Bruselas y que hoy es un baluarte para la soberanía de la unión. En los países del este, los discursos de Orriols son moneda de uso corriente porque allí el siglo XX no dio ninguna tregua y la gente no se pudo dormir a los laureles.

A mí me cuesta imaginarme que ningún inmigrante que se aferre al velo islámico pueda empatizar con la historia del país o aportar algo positivo. Igual que no tenía sentido que el castellano se aprovechara de la herencia del franquismo sin límites para que los inmigrantes del sur no se sintieran violentados, no entiendo por qué tendríamos que tolerar la normalización del velo islámico. Evidentemente, no lo podremos erradicar del todo, igual que no hemos podido evitar que el castellano se extendiera por el país después de tantos siglos de luchar contra su imposición. Pero una cosa es la fuerza de la historia y la otra son los valores políticos que vertebran un país. Los problemas que Francia tiene con el islamismo tendrían que servir de advertencia.

Para que los inmigrantes se puedan integrar en una sociedad, primero tiene que existir un país dispuesto a defender su estilo de vida y sus símbolos. La identidad nacional puede tener grados, pero sin un núcleo innegociable, los recién llegados no se pueden integrar en ningún sitio. Cuando no hay un “pal de paller” que oriente, que discrimine y que margine, lo que queda es una convivencia ficticia, un embrollo de individuos que comparten el espacio sin sentido. Sería una tragedia que la disolución de Catalunya que España no consiguió con la imposición del castellano la acabara consiguiendo este relativismo que quiere normalizar el velo, pero que, en cambio, no tiene fuerza para combatir todo aquello que simboliza en sociedades que quieren destruir los valores individualistas de Occidente.