Silbar es quejarse ante todo aquello que te parece injusto e indecente y a veces no te dejan más remedio. A veces, el objeto de la irritación y el cansancio es un rival externo claramente definido. Otras, es necesario zurrar la badana a los de tu (supuesto) equipo para que no bajen la guardia y porque ya estás cansado de la comedia y de que se interprete y se utilice la fuerza de la calle de la manera que a cada partido más le conviene. No son pocos los que pensamos que la mediocridad se ha instalado desde hace tiempo en la clase política dirigente de este país nuestro, que hace cinco años ganó un referéndum y que todavía no acaba de saber qué hacer de aquella victoria.

Silbar a alguien no es imponer, ni es toxicidad, como según quién pretende tildarlo con el fin de desprestigiar la indignación de un movimiento. Estigmatizar la legítima protesta solo porque se levanta la voz y se hace quizás en un momento tenso o en un entorno más festivo es hacer una lectura sesgada y a menudo esta lectura suele ir acompañada de un cierto interés más o menos oculto. La crítica también tiene que poder incluir la autocrítica y los que no lo ven aplican aquello de a río revuelto, ganancia de pescadores. Siempre hay gente con la caña a punto.

Otra cosa es regañar a alguien que no se lo merece y Carme Forcadell —en mi opinión— no se lo merece. Sin ella, el Primero de Octubre del 2017 no habría sido posible, más que nada porque las leyes de transitoriedad que permitieron cobijarlo fueron aprobadas en aquel maratoniano pleno del 6 y 7 de septiembre, donde tuvo que soportar lo inaguantable. Con ella como presidenta del Parlament se sacó adelante la desconexión. Carme se la jugó sin saber que los otros (los de su lado) no tenían nada listo y le hicieron leer la DUI, que con aquel acento suyo ebrense sonaba todavía más rica y llena. Todo eso le costó 1.189 días de prisión. Sí, otros también vivieron entre barrotes. Solo digo que las críticas excesivas a su persona, en el acto conmemorativo del referéndum del sábado pasado, me pareció que sobraban.

Mostrar el descontento es parte de la libertad de expresión, evidentemente, y ninguno de nosotros podría tirar la primera piedra porque quien más quien menos, en un momento u otro —por suerte— ha podido salir a manifestarse y a gritar que ya basta, ya sea por el río, por los trenes, por la sanidad o por la independencia, que causas no nos faltan y al megáfono no le da tiempo de cubrirse de polvo. La mayoría de los gritos del acto del sábado decían Govern dimisión. Carme Forcadell no forma parte de este, pero probablemente se llevó la bronca por los que no dieron la cara. Es aquello que nos pasaba en la escuela de pequeños cuando el maestro nos reñía por las ausencias en clase y lo hacía delante de quien sí habíamos asistido.

Carme Forcadell probablemente se llevó la bronca por los que no dieron la cara

Forcadell fue el chivo expiatorio. Tampoco de todos, ciertamente. Sea como sea, los parlamentos al final del acto fueron un pequeño martirio (que parece que no aprendemos). Excesivas intervenciones y demasiado largas. No nos sobra el tiempo, ni el de vida, ni el de país. Hay cansancio por la retórica del discurso político, por el resentimiento partidista. Por una fórmula autonómica agotada. Por un crédito institucional agotado. Por un Estado opresor y corrupto. Se silbó a quien declaró la República Catalana. Se aplaudió a quien la suspendió. Una y otro —unos y otros— cometieron errores y tomaron decisiones acertadas. La admiración perdura todavía, cogida de la mano de cierta incomprensión.

Mientras tanto y sin embargo, algunos han reconocido equivocaciones y otros varían el sermón, despistando y cabreando a la concurrencia entre todos. Unos se apoderan de las críticas, otros hacen suyas las victorias, como si aquel uno octubre nosotros le hubiésemos preguntado al vecino de mesa electoral a quien solía votar. Como si la población estuviéramos regidos por el mismo prisma de los que miran el país desde una burbuja de poder envenenada. Bajo su prisma sesgado ven el mundo sólo del color de las siglas que les llenen la nómina y se piensan que la lógica mental de la gente de la calle tiene que ser la misma y que tenemos que acatar un mensaje único como súbditos, cuando se suponía que la cosa iba de todo lo contrario. Exdiputados diciendo que si reivindicar la vigencia constitutiva de aquel día prodigioso es extemporáneo (¿perdón?), o que si mirar tanto un momento histórico suele significar tener poca perspectiva de futuro (¡caray!). Y claro, al final la gente silbamos. Y no, eso no nos hace a nosotros intolerantes. Tal vez os hace a vosotros, representantes políticos soberanistas, incoherentes e irresponsables.

En abril del 2015, en Lleida, cuando el socialista Àngel Ros era alcalde —ahorraremos definir su mandato—, y en un acto de la ANC, Forcadell se puso de pie a su lado para interrumpir los silbidos que le estaba destinando el público. Por el micrófono pidió que se respetara su opinión y su turno de palabra. El sábado, en el Arc del Triomf, nadie salió a defenderla cuando su rostro recibía la rabia acumulada de años de reyertas e indeterminismo, y a mí me dolió más eso que los silbidos en sí mismos. Porque el lenguaje de plastilina que hace años que van endosándonos no es responsabilidad solo de una persona, porque al Govern se le pide llegar a acuerdos y ser claros —que no es lo mismo que un Acuerdo de Claridad— y porque pagó los platos rotos por la gestión de una fiesta hecha hace cinco años que depende de cómo se mire duró sólo unos segundos y depende de cómo se mire todavía menea la cola. Ni olvido ni perdón. Olvido o vigencia.