En algún armario debo guardar todavía el jersey que me llevé de tu casa, por error, el día que me declaré. Entonces no existía el móvil, durante un par de semanas esperé que me llamaras. Te veía en el sofá de orejas que tenías en el comedor, diciendo: "No te quito la razón, solo te digo que no me pienso mover de donde estoy. La vida ya rompe las cosas sin necesidad que tú las toques".

Hacía un par de años la vida te había enfrentado a la fatalidad más bestia. Empezaste a hacer y decir animaladas. Algunas noches montabas shows increíbles. Tu novio, que era un pobre chico hermético e inseguro, egoísta como él solo, ni siquiera parecía interesado en controlarte. Es la primera vez que vi el amor a través del papel corruptor que los equilibrios de poder introducen en las relaciones más íntimas.

El grupo murmuraba, pero no osaba decirte nada y te hice uno de mis discursos. Me respondiste estupefacta: "Es curioso, a cualquier otro que me hubiera dicho las cosas que tú me has dicho le habría cruzado la cara". Entonces todavía no escribía y fue la primera vez que pensé que quizás tengo un cierto don para decir verdades que nadie osa decir, ni que sea porque sé cómo decirlas desde el corazón, de forma lo bastante libre y desinteresada.

Aquella conversación nos acercó un poco más. El amor borra las fronteras de la felicidad, pero también borra las fronteras del dolor, y la conexión se hizo cada vez más fuerte. El amor inspira y te amplía la vida interior cuando es de buena calidad, pero también te saca la confianza en el mundo y en ti mismo cuando te obliga a hacer un exceso de equilibrios y comedias. Al final, harto de verte retorcerte en un pesimismo que no llevaba a ningún sitio, solo supe ofenderme y alejarme.

Primero te lo tomaste mal, después recuperamos cierto contacto. Cuando una chica pasaba por mi vida la acogías como si fuera una parte de mí mismo. A veces, si ibas lo bastante bebida, me decías cosas bonitas. Sin que el novio te oyera, me elogiabas el coraje que yo habría querido compartir contigo hasta que, atrapada, añadías que de todas maneras no me habrías podido seguir el ritmo. Al día siguiente me levantaba como si me hubieras operado el corazón con un cúter.

Como te amaba, me fui creyendo que el amor era como tú lo veías y cometí un error detrás de otro. Quizás pasó una década hasta que dejaste a aquel novio y yo aprendí que las cosas funcionan mejor a mi manera. Cuando quedaste soltera yo ya estaba demasiado lejos. Enseguida te enredaste con un extranjero, un irlandés bien armado, que por fin se te tiraba como Dios manda, pero que solo sabía hacer eso.

Cuando al cabo de un tiempo rompiste con él, vine corriendo desde el pasado a hablar contigo. No quería que la prisa y el dolor te hicieran cometer otro error. Traté de consolarte, traté de evitar que volvieras con él. A base de vivir en la intemperie había podido ver cómo la gente se pierde por los caminos que coge tratando de salvarse, como las virtudes se van volviendo defectos y nos encadenan a ilusiones carcomidas. Las lágrimas te llenaban las mejillas y, aunque ibas haciendo que sí con la cabeza, como si quisieras obedecerme, en el fondo ya ni siquiera podías escucharme.

Me habría gustado tener la fuerza para hacer un despliegue de encantos y decirte "ven conmigo", pero ya estábamos demasiado lejos. Si hubiera tenido que venir a salvarte ninguno de los dos habría resistido el viaje de vuelta. Durante años me siguieron llegando noticias sobre tu vida. Tus dificultades siempre me hacían daño de una manera u otra, siempre me recordaban aquel día en tu casa en que te dije de venir conmigo por favor y tu me dijiste que el tiempo ya haría los estropicios.

Si hubieras venido conmigo, seguramente yo hoy no escribiría, pero tú habrías sido mucho más feliz. Ahora que la casa ya no está, ahora que el grupo se ha disuelto, ahora que ya solo queda la ceniza de los recuerdos y este vacío de habitación abandonada por el amor, a veces me sigo preguntando qué falló. Que tú te equivocabas, siempre lo supe. Lo que la experiencia me ha demostrado es que yo tampoco tuve la fuerza y el talento para elevarte o te protegerte de tus miedos.

La verdad es que me gustaría ser un sabio, y hasta ahora no he pasado de ser un pequeño héroe ridículo que ve venir el destino de lejos, pero nunca sabe cómo evitarlo. Es como si me faltara la última clase. ¿Quizás cuando alguien me la dé acabaré de entender qué habrías perdido tú de dar el paso? ¿Y por qué tenías que ser tú la que se rompiera?