La tradición es el único control que puede ejercer el hombre sobre el tiempo. Me han hecho pensar estos días y el debate insulso y tramposo sobre el solsticio de invierno. Aparte de ser un concepto moral y político, la tradición es, sobre todo, un concepto explicativo, es el impacto del contexto sobre el hombre apuntalado ritualmente. Por eso, comprender nuestra herencia es también comprender nuestra condición. El rechazo frontal y sin matices a la tradición es de mal gusto intelectual, porque parte de la desgana de reflexionar sin perspectiva y de la soberbia de pensar que es posible desvincular de la herencia de las generaciones anteriores a base de voluntad.

La tradición es un vehículo, y por eso es posible combinar modernidad con tradición sin ahogarla o incluso poner la modernidad al servicio de la tradición para hacerla lucir

Es absurdo hacer una defensa de la tradición desde ella misma y otorgarle una bondad intrínseca porque, igual que todo lo que se defiende histéricamente y desde la indignación, se acaba convirtiendo en una idea vacía, sin más servicio que el de polarizar posiciones y ordenar las batallas ideológicas. Una medalla, vaya. Un complemento estético. Es absurdo y, desde posiciones típicamente conservadoras —de J.R.R. Tolkien a  C.S. Lewis— es una equivocación, porque precisamente lo que es valioso de la tradición no es como está envuelta, sino la verdad que hay detrás. Es un vehículo, y por eso es posible combinar modernidad con tradición sin ahogarla o incluso poner la modernidad al servicio de la tradición para hacerla lucir. Si la verdad que carga, no cambia, la tradición se mantiene. Por eso, desacralizar una fiesta religiosa no es lo mismo que darle un toque a tu abuelo o a tu padre porque no son capaces de pisar la cocina y asumir alguna responsabilidad culinaria durante las fiestas.

La tradición puede ser una cosa físicamente pequeña, pero siempre lleva a un ideal mayor: aquello que nuestros muertos consideraron que tenía que perdurar

La solemnidad de una tradición no radica en su ejecución, sino en su antigüedad: expone que la verdad que contiene ha sido legitimada por muchas generaciones. En el plano gastronómico, por ejemplo, convendremos que unos panellets o una 'escudella' no son un manjar sofisticado, pero apuntan a unas raíces morales, religiosas y culturales que para algunos sí que lo son. La tradición puede ser una cosa físicamente pequeña, pero siempre lleva a un ideal mayor: aquello que nuestros muertos consideraron que tenía que perdurar. Quizás por eso pone en evidencia las ausencias: la 'carn d'olla' no se mueve, los que giramos a su alrededor, sí.
De la gastronomía al arte, el concierto de Sant Esteve en el Palau de la Música, que siempre sirve para poner el sentimiento nacional en su sitio digiriendo los canelones y los comentarios de tu cuñado, da la misma impresión. Es una manifestación patriótica, un clamor atávico para todos los que somos catalanes y todos los que lo han sido antes que nosotros y que, para considerarse catalanes, ya entonaban las mismas canciones que el Orfeó Català el pasado martes 27. Es tradicional y, tras la opulencia de la música y el griterío, hay sobre todo un ideal político de peso que todavía hoy tiene sentido. Forma y significado, tradición y verdad, van al unísono: desde el arte, lo que somos, permanece.

Aragonès es un presidente desnudo, porque en vez de ayudarse de la tradición para justificar que es todo esto lo que ha hecho que él está donde está y sea lo que es, se preocupa por hacer lo contrario

Por contraste, el discurso del president Aragonès encadenado a la emisión del concierto fue como caer de un quinto piso. De la robustez intrínseca de la tradición, a la robustez forzada y performada de un presidente que no sabemos exactamente qué defiende, pero sabemos que lo hace engordando las ideas desde el léxico, consciente de que no tienen bastante sustancia para aguantarse solas. El cambio de una emisión en la otra fue como transitar de la abundancia al vacío. Si el concierto de Sant Esteve pone el sentimiento nacional en su sitio, solo hace falta un discurso del president Aragonès para volver a descolocarlo. Todo arranca en un desprecio de base hacia la institución, o al menos hacia su historia: Catalunya tiene una de las sedes de gobierno más antiguas de Europa y el president de la Generalitat insiste en pronunciar el discurso desde cualquier otro lugar. No acaba de ser la apuesta más inteligente, me parece, dado que queriéndolo revestir de institucionalidad y solemnidad excusándose en un pretendido liderazgo y poder de decisión, acaban consiguiendo el contrario. Aparte de ser un hombre flojo, Pere Aragonès es un presidente desnudo, porque en vez de ayudarse de la tradición para justificar que es todo esto lo que ha hecho que él está donde está y sea lo que es, se preocupa por hacer lo contrario. Somos los del Orfeó Català y los del Cant de la Senyera, pero nuestro presidente se empeña en hacer ver que su existencia —como la del Palau de la Generalitat o la de la Navidad— son una casualidad.

Es un error de la clase política pensar que pueden hacer suya la fuerza de las tradiciones del país sin comprometerse hasta el final con las verdades que estas concentran

Es un error de la clase política pensar que pueden hacer suya la fuerza de las tradiciones del país sin comprometerse hasta el final con las verdades que estas concentran. Las vacía y los convierte a ellos en culpables. Solo hay que constatar cómo viven muchos catalanes la Diada para confirmarlo. Pere Aragonès lo sabe, por eso esquiva cualquier reivindicación de que lo lleve a hacer a una reivindicación de los símbolos demasiado vehemente. Por eso hace filigranas con el diccionario día tras día y utiliza como escudo expresiones como "trabajo compartido desde los valores fraternales" cuando tiene que ponerse delante de los catalanes y explicar cuál es su tarea como presidente. Es imposible que no quede deslucido después de un concierto de Sant Esteve en el Palau de la Música. Es como poner una radiografía de "quién somos" y una fotografía de "qué estamos haciendo" una al lado de la otra, la del compromiso de todos los que han sido catalanes —o lo serán— al lado de la radiografía de la falta de compromiso.