Es muy significativo que cuando Felipe González hace un posicionamiento a favor de que gobierne la lista más votada recuerda los pactos de la transición y silencia la participación tan activa que tuvo el nacionalismo catalán en aquellos momentos. Dice González que “desde los herederos del PNV hasta los herederos del Partido Comunista, pasando por muchos más que los que después quedaron en las urnas, podíamos sentarnos en una mesa, a hablar, a analizar la situación del país y llegar a la conclusión de que había que pactar un camino. Era un camino difícil y doloroso, pero imprescindible para sacar adelante a nuestro país”. En esos pactos, el PNV fue mucho más exigente, tanto que aun reconociendo los derechos históricos no apoyó la Constitución del 78 y optó por la abstención en el referéndum, mientras que la minoría catalana que lideraban Jordi Pujol y Miquel Roca no solo dieron apoyo al texto constitucional, sino que participaron en la elaboración del proyecto. Miquel Roca es de los pocos padres de la llamada Carta Magna que siguen vivos —deseo que por muchos años— y CiU ejerció sistemáticamente como un factor de estabilidad política en los momentos más difíciles, desde el golpe de estado del 23-F hasta las distintas crisis económicas. ¿Por qué González, que en algunos momentos elogió las posiciones de CiU —solía decir “quien me defiende mejor las leyes es Miquel— ahora obvia aquellos acuerdos que consideraba tan positivos y constructivos?” ¿Quizás es que se ha arrepentido?

Hace bastantes años, cuando Felipe González todavía era presidente, se prestó a participar en unos coloquios a puerta cerrada sobre el futuro de España. Y trascendió que el líder socialista consideró más preocupante la evolución política de Catalunya que el terrorismo de ETA. El terrorismo lo consideraba una cuestión de orden público y, en cambio, veía en Catalunya un problema político mucho más profundo. Ahora el núcleo duro del sistema se ha propuesto combatir con todos los instrumentos posibles los dos desafíos que han puesto en cuestión el régimen del 78. Uno era el factor republicano, que representaba la emergencia de Podemos en plena crisis de la monarquía, y el otro el soberanismo catalán. El primero ha quedado ya desarticulado institucionalmente con la contratación de Yolanda Díaz para llevar a cabo la purga ideológica y la reducción de personal necesaria para cortar en seco las expresiones republicanas a la izquierda del PSOE. En cuanto a Catalunya, no es que tiemblen por el empuje y el coraje de los líderes y los partidos catalanes. Desconfían más del país que de sus políticos. El reto no es meramente electoral, sino nacional. Tienen bien presente la realidad social catalana, que en cualquier momento podría volver a reivindicarse políticamente. Y la forma de impedirlo será, como siempre, llevar a la práctica políticas nacionalizadoras, empezando por la lengua y la escuela, tal y como reclaman intelectuales de la derecha, pero también algunos de la izquierda. Los gobiernos de PP-Vox en la Comunidad Valenciana y Baleares ya han puesto la prioridad en la cuestión lingüística. Esto en Catalunya solo será posible ejercerlo desde el Estado con un consenso con ínfulas democráticas de PP-PSOE y probablemente sería el primer acuerdo explícito o implícito de una investidura como la que proponen Felipe González y Alberto Núñez Feijóo.

La campaña por la gran coalición PP-PSOE empezó hace tiempo e irá ganando terreno, adeptos y apoyos, financieros, institucionales y mediáticos, porque el núcleo duro del régimen, empezando por la Corona, siempre preferirá la gran coalición PP-PSOE que un gobierno PP-Vox, que con la incertidumbre económica europea y todas las izquierdas expulsadas de las instituciones se convertiría en un factor de inestabilidad de consecuencias imprevisibles para todos

Escribe González: “He sido y soy partidario de los pactos, especialmente los pactos de centralidad. Estos fortalecen no solo la democracia, sino también el destino de un país... Buscamos soluciones en las que la lista más votada sea aceptable cuando no haya otra opción”. La frase importante es “cuando no haya otra opción”. Se mire como se mire, es una posición autoritaria y discriminatoria de millones de ciudadanos. Es una manera de decir que “la otra opción”, que sí existe porque es la que ha practicado Pedro Sánchez con acuerdos con partidos republicanos, soberanistas y regionalistas, no es una opción legítima desde su punto de vista. Ha sido una opción para el PSOE, que le ha permitido gobernar con considerables logros políticos y económicos, pero ha sido una angustia para un sistema que González considera prioritario proteger, por encima de los intereses de su partido. De hecho, González y toda la vieja guardia socialista ya derribaron a Pedro Sánchez de la secretaría general del PSOE por negarse a facilitar la investidura de Rajoy. Y lo hicieron en contra de las bases militantes del partido que volvieron a poner las cosas en su sitio y permitieron resucitar un partido agónico, que pasó de 85 a 123 diputados y la posibilidad de formar Gobierno.

La campaña por la gran coalición PP-PSOE ha empezado desde hace tiempo e irá ganando terreno, adeptos y apoyos, financieros, institucionales y mediáticos. Contribuyen los sondeos que ven cada vez más difícil que PP y Vox sumen mayoría. Y además, el núcleo duro del régimen, empezando por la Corona, siempre preferirá la gran coalición PP-PSOE que un gobierno PP-Vox. Con la incertidumbre económica occidental y todas las izquierdas en la calle se convertiría en un factor de inestabilidad de consecuencias imprevisibles para todos. Basta con mirar a Francia.

Y el dilema Puigdemont

Carles Puigdemont seguirá siendo la referencia principal del movimiento independentista catalán pese a las sentencias adversas o favorables que lleguen de los tribunales europeos. Puigdemont tiene la legitimidad de haber sido elegido presidente por el Parlament de Catalunya y destituido mediante el abuso de poder del Estado. El artículo 155 de la Constitución permitía revocar leyes del Parlamento y políticas del gobierno catalán, pero nunca alterar a voluntad de los ciudadanos democráticamente expresada. Se tergiversaron los hechos y se pervirtió la interpretación de las leyes para destruirlo políticamente, pero su opción de exiliarse a Bruselas le ha convertido en el símbolo de la resistencia. No puede haber un independentismo al margen o alternativo al presidente Puigdemont, que ha asumido la responsabilidad de representar a los miles de catalanes que reclamaron la independencia de Catalunya el 1 de octubre de 2017. Ahora bien, Puigdemont puede mantener viva la llama, como la mantuvo Tarradellas durante 40 años, pero sin un cambio de régimen político que ahora mismo no se vislumbra, difícilmente Puigdemont podrá volver de su exilio y ser restituido. Aparte de mantener la llama, su papel dependerá de qué fuerza determinante tenga el independentismo militante.

Puigdemont seguirá siendo la referencia principal del movimiento independentista catalán a pesar de todas las sentencias. Y tienen razón Puigdemont y Ponsatí cuando afirman que "no hay ningún acuerdo con ningún partido político español que pueda aceptar la independencia", pero también es cierto —y ahora incluso urgente— que los catalanes necesitan un buen gobierno. He aquí el dilema

Y llegamos al gran dilema, la gobernanza. La Generalitat es la institución del Estado encargada de gestionar la salud, la educación y los servicios sociales de los catalanes. Ejercer el autogobierno dependiendo del Estado, supone implicarse e interlocutar con los tres poderes del Estado, también presentes en Catalunya, y con los partidos que los representan, cuya prioridad es impedir la independencia de Catalunya. Tienen razón Puigdemont y Ponsatí cuando afirman que "no hay ningún acuerdo con ningún partido político español que pueda aceptar la independencia", pero también es cierto —y ahora incluso urgente— que los catalanes necesitan un buen gobierno. He aquí el dilema.