Así, a trazo grueso, nos puede parecer que cada diciembre cuando nos sentamos en torno a la mesa por Navidad, palmo arriba, palmo abajo, estamos igual que hace un año. Hay una época —de duración relativa— en que la edad se difumina hasta parecer siempre la misma, estratégicamente congelada. Este espejismo de eterna juventud dura hasta que las criaturas de la familia nos ponen delante del espejo de la vida y queman etapas a la velocidad de la luz. Ropa que ya no le va bien a nadie. El último nieto que ya ha heredado de los otros todo lo que podía y ya no le puede prestar a nadie más detrás suyo. Jerséis que pasarán a engrosar el baúl de la yaya. Aquel que solo tiene sentido porque ella está. Aquel que no sabremos cómo repartir cuando no esté. ¿Quién decide cuándo un recuerdo pasa a ser objeto y, por lo tanto, prescindible?

Al poner la mesa nos volverán a sobrar los cubiertos de los que ya no están, siempre recordados por tiempo que haga que dejaron de compartir comida. Las figuritas del belén que los ausentes compraron hace décadas, más viejas que el ir a pie, nos los hacen presentes entre musgo y ríos hechos con papel de plata. La vaca mayor que el pastor. El ángel más pequeño que la oveja. Y así se van mezclando elementos de generaciones y tamaños diversos, que de entrada parecería que no pueden encajar, por desproporcionados, pero que —mágicamente, como los reyes que están a punto de llegar— encuentran la manera de combinarse con cierta gracia. Talmente como las personas que habitan periódica y cíclicamente aquel mismo comedor: diferentes edades, tamaños, orígenes, caracteres. Olla mezclada al plato y a las cortes. En la cocina y en las sillas. A la mesa y a la misa, solo una vez se avisa.

Los manteles de la yaya. Lo tocadiscos del padre. La vajilla de la reyaya. La trona de los más pequeños acumulando polvo en el trastero. Silla alta y con brazos que quizás no volverá a usarse hasta que los últimos usuarios decidan tener descendencia y el círculo familiar se vaya ampliando y cerrando al mismo tiempo. Los padres pasarán a ser yayos y los yayos que la compraron ya no estarán y volverán a mezclarse estirpes y recuerdos en una espiral interminable, como la historia de la propia humanidad. El péndulo del reloj de pared va marcando el clong-clong con la ayuda de la revisión anual de rigor, que los lustros también le pesan en el mecanismo que marca la hora de la vida en el comedor de siempre, cada día con más fotos colgadas y menos pared libre.

Reencuentros anhelados. Amistades oscilantes. Empatías que fluctúan. Sobras que cuestan más de tragar que un polvorón y el niño Jesús que año tras año vuelve a nacer, como la piel de nuestros recuerdos

Llegan aquellos días de recibir decenas de mensajes de Whatsapp genéricos, de gente que hace envíos masivos. Textos impersonales, llenos de emoticonos variados que nos llegan después de que alguien haya apretado lo botoncito de reenviar a todos. Así, a discreción. Parejas que van y vienen, cabeceras de mesa que se quedan vacías o se heredan. Miradas esperadas, espíritus santos que no lo son tanto. Amistades oscilantes. Rinconcitos de afecto perenne. Realidades sobrevenidas. Sobras que cuestan más de tragar que un polvorón. La ironía de que algunas personas no te soportan por tu forma de ser y otros te aprecian tanto precisamente por ser como eres. Y, en medio de todo eso, la certeza de saber que lo más importante es dedicar tiempo a las personas queridas y, como decía Joan Fuster, adivinar a los amigos.

Empatías que fluctúan, reencuentros anhelados, reuniones más por compromiso que por voluntad. La misa del Gallo, los villancicos de siempre, el poema encima de la silla, las recetas que se van heredando pero que nunca salen igual que el original. El nuevo amigo invisible envuelto con parches de papel de regalo viejo. La sensación de que ya tendremos días para quedar con todo el mundo que queremos y cómo, después, para variar, el tiempo se nos tira encima y tenemos más citas y deseos que espacios vacíos en el calendario. Decepciones anunciadas. Otras inesperadas. Abrazos que salvan. Personas almohada. Todas ellas formando parte de una postal de Navidad que cada vez quizás cuesta más de escribir pero que al mismo tiempo va cogiendo una forma más definitiva y estable, sabiendo distinguir el grano de la paja, haciendo mejor letra.

Llega el invierno y, con él, el cambio de armario. La importancia de ir bien vestida cuando hace frío. De saber tirar la ropa que nos va pequeña o que hace tiempo que no usamos —por algo debe ser— y de renovar las prendas que nos tienen que abrigar, ahora que la nieve empieza a caer y las guaridas seguras no abundan. Luces de colorines, un abeto enfermado que marca un cambio de era. Un billete de tren o de avión. La familia de sangre y de corazón, que no siempre son la misma. Secretos y disimulos. Certezas y emociones. Y aquel anuncio de El Almendro que te dice que vuelves a casa por Navidad y donde más importante que el turrón es saber en qué casa quieres comértelo. Tradiciones hilvanadas, tangibles. El niño Jesús que vuelve a nacer, año tras año, como la piel de nuestros recuerdos. Recuerdos que se esfuman, como una candela que se va consumiendo ante el Nacimiento, como la chimenea que quema y deja solo la ceniza como testigo de los troncos que un día serían árbol. El bosque milenario que se transforma sin dejar de respirar.