A nadie le gusta que lo piten, que lo critiquen. En cierta ocasión, Xavier Rubert de Ventós me explicaba que llegó un determinado momento en que, la gente anónima, la que llamamos de la calle, pitaba a Narcís Serra cada vez que se lo encontraba en el cine. Era una censura sistemática y bastante divertida; el caso es que el filósofo no paraba de reírse mientras me lo describía. Si, acaso, reconocían al antiguo vicepresidente del Gobierno e inopinado banquero caminando por aquí, o por allá, también lo crucificaban con gorjeos y grajillas, o incluso, con la condecoración de alguna expresión de franqueza popular. De modo que el barbudo podía vivir rico, pero estaba negro. El fenómeno se convirtió en ilustrativo, porque Catalunya, como España, no deja de tener una sólida tradición de servilismo respecto a los poderosos, a los potentados, a esas bestias de la impunidad, a quienes piensan que tienen derecho a todo y ninguna obligación de nada. Cuando la gente catalana se precipita espontáneamente a la protesta sin miramientos es que algo se ha quebrado. Y que ya no tendrá arreglo.

Decía Joan Brossa que el pueblo es un tentetieso, y que por eso siempre se levanta, aunque lo empujes o lo arrodilles, y siempre se acaba poniendo en pie contra la tiranía. O contra la injusticia. O contra la mala educación de unos políticos que, al fin y al cabo, viven muy bien de la subvención pública. Porque quien paga manda, manda, y por eso, el otro día, no hizo bien Marta Vilalta, la portavoz de Esquerra Republicana de Catalunya, encarándose con la gente que le abucheaba en el Fossar de les Moreres. No le dejaban hablar y eso es fácil de entender. En los periódicos, en las televisiones, en los medios en general, profusamente subvencionados por el gobierno, la gente se calla y los políticos siempre hablan, siempre son los protagonistas todos los días del año. Son cotorras. Siempre tienen el derecho de la palabra los mismos. El problema es que Marta Vilalta no tenía nada que decir, sólo tenía la palabra para que no la tuvieran los otros. No tenía nada que decir porque todo lo que decía ya se sabía. Se sabía porque estaba repetido y, encima, ya no nos interesa. Ni el sermón de su partido, ni cualquier otro sermón de cualquier otro partido político, ni de otro grupo de intereses, de ningún otro grupo particular. Toda esa colección de tópicos, de medias mentiras y de medias verdades, de retórica vacía, de indiferencia hacia lo que quiere la gente debe acabarse algún día. En el Fossar de les Moreres acallaron a una política y a mí me pareció muy bien, porque al menos las calles, las plazas, serán siempre nuestras, de los que no somos nadie y nos encaramos con la policía el primero de octubre.

No recuerdo ninguna fotografía de Vilalta encarándose con la Guardia Civil de la altiva forma con la que se encaró con el público que manifestaba su desacuerdo con Esquerra. Tampoco recuerdo ninguna filípica tan delirante como la que profirió Oriol Junqueras la pasada Diada, comparable a la que dirigió a quienes discrepamos de su ceguera política. De su rendición política a cambio de los indultos. Junqueras que se presenta, a él mismo, como compendio humano de las mejores virtudes, como partidario del amor, del diálogo, del entendimiento y de integrar cada vez a más personas a la causa de la república catalana, a la hora de la verdad sólo abronca y rechaza a los demás independentistas. Habla de unidad cuando fue el principal responsable de la ruptura de Junts pel Sí. Nos mira airado como si le debiéramos dinero, como si tuviera derecho a abuchearnos. Nunca hemos oído a Oriol Junqueras encararse de esta manera, exaltadamente, exageradamente, contra el PSOE-PSC del artículo 155, contra los responsables del colapso de los transportes públicos, contra el gobierno español que, hoy, expolia Catalunya cada vez más y consolida Madrid como una zona más y más rica. Podemos decir que Vilalta y Junqueras se muestran débiles con los fuertes y fuertes con los débiles. O dicho de otra forma. Como defensores de la ley del embudo de toda la vida.

A toda esa polémica Marta Vilalta añadió horas más tarde la afirmación de que los políticos, como ella misma, son personas y que merecen respeto. En esto no le falta razón, porque las personas siempre son todas respetables, aunque sus ideas puedan ser odiosas. Y es que alguna idea odiosa y muy negra debe haber cuando Tamara Carrasco y otros activistas anónimos son perseguidos por la represión española y Joan Tardà acepta como verosímil la versión de la policía. Y proclama en ese momento que “si hay siete locos, que los metan en prisión y los juzguen”. Y se les abandona y se les difama. Se los ignora como a un objeto usado. Nadie mejor que los dirigentes de Esquerra saben que el terrorismo independentista acabó con el desmantelamiento de Terra Lliure. Nadie mejor que Esquerra sabe que todo el independentismo es pacífico. Y nadie mejor que Esquerra sabe en qué consistió el experimento sociológico con cobayas humanas llamado Tsunami Democrático. Otro día hablaremos de ello. Entonces, ¿por qué Esquerra y Junts han dejado abandonados a los activistas anónimos del pueblo de Catalunya? ¿Por qué se calla? ¿Por qué no gritan contra la represión que se ceba hoy sobre nuestros jóvenes incriminados? ¿Y por qué la ANC es sectaria sólo cuando critica al gobierno Aragonès, pero no cuando satisface las fianzas de los presos políticos y otros represaliados?

Mientras Esquerra y Junts sean, en la práctica, los activos defensores del clasismo y del oportunismo de los dirigentes políticos, mientras sean los defensores de los privilegios de altos funcionarios y de la casta aviciada de los mandones, el independentismo popular deberá reubicarse, cada vez más, en contra de los partidos políticos. Por simple supervivencia. Los dirigentes de los partidos sólo exigen respeto para sí mismos. Y sólo demuestran respeto para los políticos y no para los ciudadanos que les pagan sus nóminas. Si el independentismo se convierte en un sálvese quien pueda, los políticos profesionales serán los primeros damnificados. Perderán hasta la camisa.