Según el diccionario, un político es alguien perteneciente a la política, entendida como la ciencia y arte de gobernar. Según el mismo, un activista es alguien perteneciente al activismo o un militante activo de un partido político. Según el Consejo de Europa, un activista es alguien que está activo en una campaña a favor del cambio, normalmente por cuestiones políticas y sociales. Según esto, un activista está cerca de la política, pero un político profesional está más lejos del activismo. Aunque es cierto que tanto unos como otros pueden tener los mismos objetivos y que un activista hace política y un político puede ser también activista. Las fronteras son muchas veces difusas. Pero, de forma habitual, hemos diferenciado entre activistas y políticos. La historia nos ha dicho que Martin Luther King o Malcolm X eran activistas. Y que JFK era político. Pero no está tan claro que el activista Mahatma Gandhi no fuese también político o que el político Gandhi no fuera también activista.

Del mismo modo, a Jordi Cuixart y Jordi Sànchez los hemos puesto en el lado de los activistas, hasta que Sànchez entró en Junts. Y a Carles Puigdemont y a Oriol Junqueras les hemos puesto del lado de los políticos. Ahora bien, uno de los fenómenos de los años del procés, ha sido que los políticos también han hecho de activistas y los activistas de políticos. Carme Forcadell exigió elecciones desde la ANC y acabó en unas listas y presidiendo el Parlament. Pero, ejemplos concretos al margen, está claro que los políticos independentistas se convirtieron en activistas durante muchos años, en parte porque electoralmente tampoco les iba mal hacer ver que eran uno más entre los miles de ciudadanos que ocupaban las calles y tenían una filia nunca vista por la política, hasta el punto que cada cual era un pequeño político. Era un totum revolutum con un mismo objetivo. Un mismo objetivo compartido, como se ha visto, hasta el 1 de octubre del 2017. Luego, es cierto, la trama política y la trama civil, que tuvo su punto culminante en las urnas del 1-0, se fueron separando, aunque algunos políticos se resistieran y se resistan a hacerlo.

Y fue la parte política, la política oficial, el Govern, los partidos, quienes decidieron cómo continuaba todo aquello. Y tampoco lo decidieron de forma unitaria. Como tampoco era unitario lo que pensaba que debía hacerse eso que hemos llamado la gente. Quizás no se puede decir que el procés o el final del procés se haya decidido desde arriba en contra de los de abajo. Pero como tocaba seguirlo desde arriba, tomar las decisiones, los de arriba decidieron cosas que algunos de abajo no querían. Y se sienten traicionados. Traicionados porque no se aplicó el resultado del referéndum. Traicionados porque no se instó a una movilización permanente. Cada uno sabrá. Por ejemplo, habrá quien dirá que Tsunami es un paso más para controlar el procés desde arriba. Quizás sí. Porque Urquinaona es una ruptura entre los de arriba y los de abajo, si es que es adecuado describirlo así.

Sea como sea, lo que ha pasado y se ve ahora, es que se ha vuelto a la situación previa a 2012. Los activistas —y los ciudadanos— hacen de activistas —y de ciudadanos— y los políticos hacen de políticos. ¿Eso es bueno o malo? Depende. Es lo normal. ¿Se puede repetir? Puede repetirse. Ahora, parece difícil que vuelva a existir la misma coyuntura. Y quizás sí que sería deseable, en un país normal, que los políticos hagan su trabajo y los activistas el suyo. Querría decir que desde las instituciones —cuidado, también, desde las del Estado—, no te obligan a inventarte una revolución ciudadana para poder hacer algo tan sencillo como poder votar.