Que el monumental escándalo destapado en torno a la actuación de la Direcció General d’Atenció a la Infancia i l’Adolescència (DGAIA) lo tenga que resolver la consellera de la que depende, la de Drets Socials i Inclusió, Mónica Martínez Bravo, que resulta que vive a caballo de Barcelona y Madrid no parece, de entrada, la mejor garantía para afrontar un problema de esta envergadura. Cada uno se sabe su vida privada, pero políticamente es impresentable e inadmisible que un conseller de la Generalitat no pise las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, el terreno en el que ejerce sus competencias. Compartir presencia entre la capital catalana y la capital española representa, en un caso así, la manera perfecta de devaluar el cargo. Quizá es por ello que la titular de Drets Socials i Inclusió ha tardado en reaccionar y, cuando lo ha hecho, ha mostrado demasiadas dudas y vacilaciones y ha tenido, en palabras amables, un perfil público bajo sobre la cuestión, que, traducido, quiere decir que estaba bastante desorientada.
Y es que el caso de la menor violada mientras estaba bajo la guardia y custodia de la DGAIA es solo la punta del iceberg, no solo de una red de pederastia, sino, y sobre todo, de una serie de irregularidades cometidas por la institución desde hace años. El asunto de la niña víctima de agresiones sexuales reiteradas se destapó, de hecho, en 2021, pero al parecer la consellera no se ha enterado hasta hace cuatro días. En 2024 la síndica de greuges, Esther Giménez-Salinas, reclamaba a la entidad que velara para evitar las fugas de menores de los centros donde estaban recluidos por ser un “factor de riesgo” de sufrir violencia sexual, pero la demanda cayó en saco roto. En el mismo 2024 la Sindicatura de Comptes alertó al Parlament, en un informe sobre la actuación de la DGAIA entre 2016 y 2020, de “disfunciones en contratos” que “podrían ser perseguidas por vía administrativa y judicial”, pero tampoco ninguna formación política reaccionó ante la denuncia. Y la Oficina Antifrau ha abierto recientemente un procedimiento de investigación de la institución por presuntas irregularidades en el pago, a través de entidades colaboradoras, de ayudas a menores ex tutelados a los que no correspondía ya ningún tipo de apoyo porque o bien tenían trabajo o bien vivían fuera de Catalunya, y lo ha hecho gracias a la denuncia de un testigo protegido realizada a través de Octuvre.cat. Una práctica que habría permitido que algunos privados se lucraran con dinero público.
Ante la magnitud de todo ello, finalmente ha habido reacción política. Por un lado, el Govern se ha movido con el anuncio de “medidas correctivas” que ha hecho Mónica Martínez Bravo una vez se conozca el resultado de la “auditoría exhaustiva” que ha encargado y con el compromiso del propio presidente de la Generalitat, Salvador Illa, de llegar “hasta el final” en la investigación y de llevar a cabo una “transformación profunda” de la entidad, pero acometiéndola “mirando más hacia adelante que hacia atrás y más al futuro que al pasado”. Por otro, en el Parlament se pondrá en marcha una comisión de investigación, pactada entre PSC, ERC y Comuns, sobre la actividad del organismo entre 2011 y 2025, y que JxCat también quiere. ¿Por qué, sin embargo, a partir de 2011? Porque en política no hay nada que prescriba. ¿Están seguros de que antes no hay nada que mirar? ¿Ni siquiera cuando, teniendo a su cargo las adopciones, hacia finales de los años noventa del siglo pasado externalizó parte del proceso de las internacionales y lo puso en manos de lo que se llamaba Entitat Col·laboradora d’Adopció Internacional (ECAI), en una medida que en aquel momento no estuvo exenta de polémica? Si efectivamente están seguros del todo, nada que decir, adelante con un escrutinio que es mucho más complejo que el caso de violación y agresión sexual que ha servido para destapar la caja de los truenos.
Hay que limpiar a fondo todo aquello del pasado que no ha funcionado
La pregunta no es, en todo caso, qué resultado dará esta investigación. Ya se sabe que, en política, crear una comisión es la manera de no resolver el problema y de eternizarlo y, por tanto, desde este punto de vista no es un buen augurio. Pero bienvenido sea que por fin se haga algo. La pregunta es ¿cómo es que hasta ahora ninguna de las fuerzas políticas había movido ni un dedo para aclarar lo que pasaba, si las anomalías hace tanto tiempo que duraban? ¿Es que nadie sabía realmente qué sucedía? ¿O es que quizás todo el mundo sabía demasiado bien de qué iba la cosa y, el uno por el otro, todos callaban? La pregunta es ¿cómo es que hasta ahora no se había hecho nada? Desde 2011 han sido responsables consellers de colores políticos diferentes: tres de JxCat —o de los predecesores CiU y PDeCAT—, Josep Lluís Cleries (2010-2012), Neus Munté (2012-2016) y Violant Cervera (2021-2022), tres más de ERC, Dolors Bassa (2016-2017), Chakir El Homrani (2018-2021) y, aunque en calidad de independiente, Carles Campuzano (2022-2024), y uno del PSC, la actual, Mónica Martínez Bravo, desde 2024. Y si se tirara más atrás CiU y PSC se repartirían el pastel desde que la Direcció General d’Atenció a la Infancia a secas se creó en 1988 en tiempos de Jordi Pujol y de Antoni Comas como conseller de Benestar Social.
Visto así, y dado el periodo al que se limitará la comisión de investigación en el Parlament, JxCat y ERC parece que deberían ser los que tuvieran que dar más explicaciones. Cuando menos, la sensación es que podría haber sido bajo su mandato que se hubieran podido producir algunas de las conductas poco honorables de las que ahora todo el mundo se exclama. De hecho, algunos partidos, como es el caso del de Carles Puigdemont, han hablado abiertamente de la supuesta existencia de anomalías graves en el ámbito de la contratación pública y de las subvenciones, de irregularidades económicas y de negligencias en la atención a los menores, que váyase a saber si acabarán requiriendo la actuación de la justicia al tratarse en algunos de ellos de presuntos casos de malversación de caudales públicos. Y podría ser que fueran esos mismos partidos los que tuvieran que rendir cuentas de lo que denuncian. El PSC, en cambio, poca cosa tendría a decir, en la medida en que su control de la DGAIA se limita a la etapa iniciada hace un año por la consellera de Drets Socials i Inclusió, aunque su actuación en este corto espacio de tiempo no deja de ser sorprendente, al destituir no hace mucho, justo al estallar el escándalo, a la directora general de Atenció a la Infancia i l’Adolescència que ella misma había nombrado en agosto de 2024. Una conducta, como mínimo, errática.
A partir de ahí es imprescindible acabar con todo y habrá que hacerlo, aunque Salvador Illa piense y diga lo contrario, mirando atrás tanto como haga falta. El daño que se le ha causado a un organismo de tanta importancia como lo es la DGAIA —responsable de atender tanto a los menores autóctonos que lo requieren como a los migrantes no acompañados que llegan a Catalunya— es tan grande y, en realidad, tan irreversible que la única manera de recuperar la credibilidad perdida será asumiendo todas las responsabilidades que sean necesarias por parte de quien sea necesario, sin importar cuáles acaben siendo los culpables. La institución necesita, ciertamente, una “transformación profunda” para poder volver a mirar al futuro con garantías, pero para que esto sea posible antes hay que limpiar a fondo todo aquello del pasado que no ha funcionado, porque de momento la pestilencia a podrido que desprende es demasiado intensa. Una auténtica podredumbre.