La última adjetivación de la pobreza que se ha sacado de la manga la política actual, experta en inventar terminología sociológica de nivel gallináceo, es la pobreza vacacional. Antes tuvimos que pasar por la pobreza energética, la alimentaria, la menstrual… no sé si me dejo alguna. Desde luego, en ningún caso se habla de pobreza espiritual, que no está nada de moda y, a la que, además, no le encontraría la gente traducción crematística, pues ya se sabe que la frase “no solo de pan vive el hombre” la izquierda materialista la ha acabado reduciendo a pedantería trasnochada y poco inclusiva, lingüísticamente hablando.

Está claro que quien es pobre, cuando puede, establece prioridades; triste es que en algunas familias se tenga que optar entre poner la calefacción o comprar un trozo de carne. Estirando mucho los argumentos, podríamos compadecer a la mujer que tuvo que confeccionarse unas compresas caseras porque las del supermercado superaban su presupuesto, aunque eso ya parece solucionado, vista la provisión de copas reutilizables que pretenden haber suprimido el adjetivo menstrual de la lista de pobrezas. Las mujeres pobres son hoy algo menos pobres, aunque imagino a algunos hombres quejándose por el hecho de que el argumento no se aplique a las maquinillas de afeitar.

Supongo que el ejemplo propio a la mayoría le resultará irrelevante, pero soy de la generación que no tuvo aire acondicionado, aunque viviera en el último piso de un edificio carente de aislamiento, que era un horno en verano y una nevera en invierno, sin que tampoco pudiéramos remediar el frío más que con las inefables bolsas de agua caliente y una catalítica que iba pasando un rato de habitación en habitación. Soy también de la primera generación en descubrir las compresas y tampones de los que no habían podido disfrutar nuestras madres y abuelas, ni siquiera las más acaudaladas, y por supuesto nuestra carencia de recursos para comprar un gran chuletón se paliaba con algo que hoy sería el súmmum de un vegano: verduras, fruta y patatas que, por ser de un huerto próximo, sin duda resultaban extraordinarias. Éramos pobres. Pobres y punto. En mi barrio el más rico era el tendero (allí siguió hasta el final de sus días) y el taxista del séptimo, que sin duda tendría pobreza familiar, porque para poder conseguir carne o pescado con más asiduidad y, ya que era autónomo, solo veía a los suyos una parte del domingo. Aquellos eran tiempos pobres, pero con la suerte de que el franquista Patronato de la vivienda limitaba las rentas y hacía eternos los contratos de alquiler. Solo a partir de la liberalización la economía empezó a despegar y a competir en otra liga. Pero esta discusión es como la de ahora, como la de casi siempre. La mayoría de aquella pobreza mejoró su situación, así, sin adjetivos.

La pobreza es pobreza y punto, y luego sucede que mujeres que hacen faenas por las casas, deslomadas día tras día, tienen hijos a los que compran móviles de mil euros

De todos modos, lo de la “pobreza vacacional” ya vuela a otro nivel de absurdo, porque el concepto alude a la persona que, durante sus días anuales de descanso laboral (a eso se le llama vacaciones, y está ya consagrado en el Estatuto de los trabajadores), no puede pagarse al menos una semana en algún lugar fuera de su casa. No sé qué altísimo porcentaje de mi generación fue, en ese sentido, pobre vacacional. Ni cuántos veranos no pudimos salir de casa con más horizonte que la casa del pueblo de los abuelos (para quienes los tuvieran) o un día de pícnic en las pinedas de Gavà o lugares similares, y vuelta a casa tras el baño en la playa, la fiambrera con pimientos y tortilla, la sandía en la neverilla portátil y, como mucho, un helado en algún puesto ambulante. Más o menos como ahora, pero sin adjetivos. Bueno, y con pobreza automovilística, porque éramos expertos en apiñar personas dentro de un miserable seiscientos.

La pobreza es pobreza y punto, y luego sucede que mujeres que hacen faenas por las casas, deslomadas día tras día, tienen hijos a los que compran móviles de mil euros. El vástago, parece, no es pobre. La madre, desde luego, sí. Lo que hacen los demagogos cuando adjetivan la pobreza vacacional es incitar a la envidia, generar malestar por el agravio comparativo que siempre existe en la desigualdad y hacerle creer a la gente que, por ser, ya tienen derecho a todo. También mi generación fuimos personas y tuvimos esperanzas de prosperar, conscientes de la imposibilidad de disfrutar de cualquier privilegio de las clases sociales con mayor nivel adquisitivo. También sabíamos que, como sucede hoy, hay personas que son tan pobres que solo tienen dinero, pero sin duda saltará cualquiera de los vendesueños a precio de saldo (el programa político) a decir que asaltar los cielos consiste en subir en un jet o que se baje quien vaya en él antes de que le corten el cuello. Pobres de espíritu, pobres de ideas, paupérrimos en humanidad.

Porque ahora lo que importa es la comparación con los estándares de bienestar impuestos, después de abaratar aviones, hoteles y restaurantes. Si la mayoría puede, ¿por qué yo no? Y la respuesta es la de siempre: para que los que sí pueden sientan que gozan de un privilegio frente a ellos, en este mundo que todo lo basa en el tener, en el aparentar, y para algunos incluso en el pisar. Aunque el privilegio consista en achicharrarse en una playa caribeña low cost o en hacer una cola inmensa en una pista de esquí. Lo que sea por no ser el último y no merecer un adjetivo de pobreza.