El PSOE y Sumar han acordado "impulsar" la reducción de los llamados vuelos domésticos —que quiere decir dentro de España— "en aquellas rutas en las que exista una alternativa ferroviaria con una duración inferior a dos horas y media". O sea, no muchos. Y no es el caso del puente aéreo Madrid-Barcelona, porque el tren tarda, ya saben, qué casualidad, dos horas y media, yendo bien. Ya saben que Yolanda Díaz hundió la bolsa cuando en su explicación dijo que se había acordado que hay que “acabar” con los “vuelos cortos inferiores a dos horas y media”. Que en ese caso serían todos. En fin.

Como no parecen tener claro lo que tienen entre manos y más bien parece una medida cosmética, me parecería más conveniente que tanta materia gris resuelva de una vez otra cuestión que, esta sí, lleva décadas llevando de cabeza a las compañías aéreas. Como caray hay que hacerlo para embarcar el pasaje de un avión de forma eficiente. United Airlines ha decidido, por ejemplo, que desde ayer, hace entrar a los pasajeros de clase económica a la aeronave priorizando a quienes tienen asiento junto a la ventana y terminando por los que están junto al pasillo. ¡Eureka! El plan se llama WILMA (window, middle, aisle) y dicen que reduce hasta dos minutos el tiempo de embarque. Olé.

La pregunta es por qué, con tanta gente que piensa, han tardado tanto en decidir esta medida, sobre todo teniendo en cuenta que ya la diseñó hace diez años el profesor asociado de física de la Universidad de Nevada Jason Steffen. Aparte de que no hace falta ser profesor de física para pensar esto, la respuesta es que las compañías prefieren embarcar primero a los que más pagan. Obviamente. Viva el capitalismo. Después está también la excepción de las personas con alguna discapacidad, de los niños que viajan solos, los militares en activo o las familias con hijos menores de dos años. Ya ven que no es tan fácil.

Volar es un suplicio cuyas normas tienen menos sentido que el sudoku del confinamiento

Ustedes pensarán que lo mejor es entrar el último y no estar tanto tiempo como una anchoa —eso también podrían legislarlo—, pero, como saben y seguro que han sufrido, la batalla existente y cruel es la de poder dejar la maleta en los compartimentos que hay sobre la cabeza. Esto explica las colas ansiosas a la hora de embarcar, sobre todo ahora que, encima, te hacen pagar.

Si la medida de Sánchez y Díaz se implementa algún día, porque un milagro hace que la velocidad de los trenes aumente —bueno, el milagro sería que fueran puntuales—, será una gran noticia. Volar es un suplicio cuyas normas tienen menos sentido que el sudoku del confinamiento o que el carril bici de Vía Augusta. He perdido la cuenta de la cantidad de botellas de agua, champú o desodorantes que se me han quedado en los controles de seguridad y que se ve que son muy peligrosas en un avión, pero no lo son en un tren.

Pero, sobre todo, lo que hace perder más los nervios a la hora de volar -aparte de no saber nunca de quién es el apoyabrazos o el espacio donde se reclina el asiento— es ese fenómeno paranormal que ocurre cuando el vuelo aterriza. Ese momento en el que la tripulación dice por megafonía en todos los idiomas posibles que nadie se levante todavía y que ya iremos saliendo por orden de filas, de la primera a la última, de forma ordenada. Entonces, digo, pasa un fenómeno paranormal que tendrá que ver, imagino, con la altura, porque todo el mundo se levanta y quiere salir en estampida. Y es en ese momento que siempre me pregunto, qué es lo que no han entendido exactamente, y rezo un padrenuestro a Carlo Maria Cipolla.