"La humanidad emplea sus fuerzas cierto tiempo en construir
y un buen día las gira hacia su propia destrucción"
René Barjavel

Los franceses son visionarios. No hay autores que hayan escrito sobre el futuro, interpretando las señales de su presente, que se hayan acercado más a la realidad. No hace falta que les hable de Verne, el grande entre los grandes, cuyo amor y conocimiento del desarrollo tecnológico le llevó a fantasear con un futuro que ahora es cotidiano. Pero él sabía. No les hablaré de Paul d'Ivoi, su contemporáneo y competidor, ni de René Barjavel, el hombre que inventó la llamada 'paradoja del abuelo' y que escribió Destrucción, una de las obras más clarividentes sobre las consecuencias fatales de la pérdida de las fuentes de energía y sobre la fragilidad real de la sociedad que hemos construido. Ellos también sabían. "Todo esto es culpa nuestra. Los hombres han liberado fuerzas terribles que la naturaleza encerró por precaución. Han decidido considerarse los amos. Han llamado a eso progreso, pero es un proceso acelerado hacia la muerte. Usan sus fuerzas cierto tiempo para construir y, después, un buen día, porque los hombres son hombres, es decir, seres en los que el mal domina al bien —porque el progreso moral de los hombres no va tan rápido como el de su ciencia— las giran hacia su propia destrucción", escribía Barjavel en 1942. Aquí nos tienen.

Me centro en la plaga veraniega, pero no olvido la climática, ya que será nuestra pesadilla en las próximas décadas. Me centro en la masificación, en las columnas de seres humanos marchando sobre todo y sobre todos, sobre la naturaleza y sobre la belleza construida en otras épocas. Llevo todo el verano leyendo aquí y allí los gemidos de los agraviados. Tienen a los isleños, que ven sus limitados territorios asaltados por verdaderas masas que copan los recursos y que con la criminal arma de las redes sociales van avanzando hasta dejarles sin refugio. Las calas antes paradisiacas "popularizadas" por Instagram en las que hay fila —¡madre mía, fila!— para llegar y hacerse una foto con la que dar envidia, que no otro es su objetivo. Los restaurantes, bares y tascas antes secretos, donde se refugiaban del aluvión de turistas, que ahora son invadidos —por muy recónditos que se hallen— debido a las reseñas en redes y a los navegadores, para los que no hay ruta imposible.

O miren el caso de los pobres naturistas. Tantos años luchando por su forma de vida y ahora son acorralados en sus playas de referencia por los textiles que buscan lugares menos masificados. Y que llegan y les insultan —¡guarros, viejos, tapaos!— porque ni entienden ni les importa entender. Llegan como una plaga y no comprenden que son ellos los que deben adaptarse al entorno nudista establecido hace décadas o regresar a las playas familiares atestadas. Vamos a codazos, a empellones, sin que importe nada ni nadie que no seamos nosotros mismos. Hemos retrocedido tanto que resulta obsceno. ¿Qué me dicen del atasco del K2, que lleva a una cordada a pasar sobre el cadáver de un guía nativo como si fuera un desperdicio abandonado en la ladera? Por no hablar del atasco en las cumbres y en los prados y en los museos y en las ciudades. Quo vadis?

Somos una plaga no solo para el planeta sino para nosotros mismos. Al malagueño, al barcelonés, al madrileño —por poner ejemplos— les están echando de sus propios centros históricos seres iguales a ellos, que a su vez corren y pagan y viajan para copar los centros de las ciudades de los que toman la suya, en un proceso invasivo sin fin. Los conocedores ya no se susurran lugares de moda a los que ir, sino sitios en los que huir de la masa. Los ricos compran con sus yates y su dinero la posibilidad de aislarse, de reservarse lugares a los que la muchedumbre no pueda llegar. Ese es el objetivo final de viajar al espacio o al fondo del océano, huir del gentío, de la belleza agostada por la masa que ellos ya conocieron en tiempos mejores.

Vamos a codazos, a empellones, sin que importe nada ni nadie que no seamos nosotros mismos. Hemos retrocedido tanto que resulta obsceno

El dinero impide, a la vez, que intentemos reconducir esta situación insostenible. En una sociedad en la que si le dices a alguien que el dinero no lo es todo o que no es buena idea prostituir tus propios recursos, se te van a reír en toda la jeta, ¿cómo haces comprender que la economía —el sector turístico—, los beneficios que esta deja, no justifican todo ni repararán después los estragos que provoca? En el caso de España esto es aún más sangrante. Ningún gobernante apuesta en serio por solucionar este problema. Todos presumen de los incrementos constantes del número de visitantes del país. Crecimiento constante, eterno, como si fuera posible. Y cuando lo intentan, como Colau, lo hacen con una mezcla de torpeza y visión estaliniana que no es asumida sino por un puñado de outsiders.

No es que yo tenga el bálsamo de Fierabrás, por eso no me presento a las elecciones, pero el diagnóstico es claro. Somos una plaga y acabaremos por agostar el mundo. Lo más evidente parece ser revertir el daño realizado por las empresas tecnológicas que han implantado sus propias normas sobre las de los estados y han ocasionado disfunciones de todo tipo. Las aplicaciones son las que han dado carta de naturaleza a los pisos turísticos, que no tienen las mismas obligaciones que los hoteles reglados, al poner en contacto a una oferta global con una demanda global. La codicia ha hecho el resto. Los centros convertidos en parques temáticos, las ciudades desbordadas y los jóvenes oriundos sin posibilidad de emanciparse. Han sido ellos, los preclaros negociantes de las tecnológicas, los que nos han jodido la vida vendiéndonos que nos la hacían más fácil. El borreguismo y el miedo a poner orden si eso arriesga votos han hecho el resto.

Somos una plaga y no vamos a aplicarnos el insecticida necesario.

Qué quieren, yo no tengo hijos y tampoco me queda tanto, pero ¿y los que los tienen? ¿Y los que son más jóvenes? ¿Es que no lo ven? Será lo que decía Barjavel, que el progreso moral de los hombres nunca ha ido al mismo ritmo que el de la tecnología, y eso siempre acaba en catástrofe. Mientras esta llega, viviremos todos jodidos. Qué alegría.