A pesar del calor, de la falta de hielos, de encomendarte a la Virgen cada vez que pones un ventilador, o enciendes tu aire acondicionado, este verano lo estamos disfrutando. Porque después de los dos últimos, necesitábamos sol, abrazarnos, pasear, echarnos unos bailes en la plaza... a pesar de que parezca que el mundo se acaba. 

Es cierto que podría dedicar estas líneas a la asfixia económica, a ese carro de la compra que a mí, como a todos, me cuesta bastante más dinero y los productos que compro cunden bastante menos. Podría hablar de la factura de la luz, de la del gas, del nervio que me da llenar el depósito de gasolina del coche. 

Incluso podría escribir pensando en esas luces apagadas de los escaparates y edificios públicos a partir de las diez de la noche en pleno agosto, justo a la hora en la que los turistas salen a pasear y a echar un vistazo a lo que, durante el día, en pleno horno, no se puede ver. 

O también pudiera dedicarle mi columna del domingo a esos incendios que destrozan nuestras tierras. Muchos de ellos provocados, para procurarle beneficios a algún tipo de plan mezquino. 

Pienso en todo ello, lo comento con mi marido cada noche, cuando nos pasamos horas disfrutando de nuestro pequeño patio. Un patio desde el que, si miras al cielo, disfrutas de las mismas estrellas (casi) que si estuvieras sentado a la orilla del mar, o en una casa en la montaña. Es nuestro pequeño trozo de cielo, y sinceramente, fue una de las cosas que más ilusión me hizo al encontrar nuestra casa. 

Entre nuestras noches de patio, aunque todas tienen su aquel, están las de las primeras semanas de verano, cuando el jazmín se abre y, como si pusiéramos a tope el ambientador, perfuma todos los patios del vecindario. Y también están las fresas, esas dos pequeñas matas que plantamos en pandemia cuando aprendimos con los peques cómo crecen las frutas. Tenemos cuatro fresas, pero es tan cierto como ellas gordas, que saben de maravilla. Y ya es tradición el día en que nos las comemos, tan felices. Las fresas crecen rodeadas de menta y hierbabuena, que cuando se riegan de noche, montan una fiesta de olores increíble. Mientras les doy de beber, parece que viajo a Asturias... 

De eso es de lo que yo, en realidad, quería hablar: de lo importante y necesario que está siendo para muchos de nosotros, disfrutar al máximo de nuestras casas este verano. Porque la preocupación sobre lo que pasará cuando termine, está en el aire. Y la necesidad de ahorrar, "por lo que pueda venir", nos empuja, en no pocos casos, a tomarnos este verano con muchas ganas de disfrutar pero de hacerlo en casa. 

Algo bueno tenía que tener todo este destrozo que estamos viviendo: venir a recordarnos lo bien que se está en casa, disfrutar de los tuyos y del placer de lo cercano. 

Disfrutar de la experiencia de tu entorno "con ojos de turista" es una experiencia que no solemos hacer. El lugar donde vivimos se convierte muchas veces en lo que menos interés nos suscita, y hacemos cientos de kilómetros para ir a buscar lo que muchas veces tenemos al lado.

Ha habido mucha gente que esta sensación, la de mirar su ciudad con nuevos ojos, la ha vivido por primera vez después del confinamiento. Aquellos meses de encierro terminaron haciéndonos añorar, por encima de casi todas las cosas, nuestras rutinas, nuestros rincones de siempre. Y cuando las calles se llenaron de paseantes, mirábamos las plazas, las tiendas, los parques, como lo hicieron los más pequeños cuando les dejaron usar los columpios. Aprendimos entonces el cariño que le tenemos a lo de siempre

Al terminar la pandemia, de regalo de cumpleaños, recibí una visita turística guiada en la ciudad donde siempre he vivido. La disfruté porque muchos de los sitios que he visto toda mi vida, eran absolutamente desconocidos para mí. Y pensé en la cantidad de lugares del mundo que había conocido, en sus detalles, posiblemente más que lugares más cercanos. 

Como las distintas fases nos iban dando movilidad perimetral, para poder salir de nuestro entorno más cercano, podíamos ir a otros pueblos de la provincia. Redescubrir Guadalajara fue, tras la pandemia, un regalo. Sus paisajes, su luz... sus campos de lavanda, las noches de estrellas... 

Quedarse en casa y hacer pequeñas escapaditas está siendo, según los datos, la opción preferida este verano para la mayoría de la ciudadanía de España. Y volver al pueblo, también. Una práctica económica, tranquila, sencilla y muy cerca de la naturaleza. Además, este año, supongo que será porque había "dineros que gastar" y porque vienen las elecciones a la vuelta de la esquina, las verbenas y fiestas mayores están siendo explosivas. 

Algo bueno tenía que tener todo este destrozo que estamos viviendo: venir a recordarnos lo bien que se está en casa, disfrutar de los tuyos y del placer de lo cercano.