Aunque puede parecer que he escogido un título provocador con la ingenua intención de incitar a la lectura del artículo, lo cierto es que, desgraciadamente, no se trata de una provocación, sino de una convicción analítica. Ya sé que voy a contracorriente, porque la ufanía europea ―que históricamente siempre ha practicado el chamberliano método del avestruz―, sumada a nuestra endémica prepotencia etnicista, impide imaginar cualquier otro escenario que el de una aplastante derrota rusa. Al fin y al cabo, Putin es el malvado del guion, y nosotros somos la democracia, la libertad y blablablá. Si le sumamos que tenemos a los americanos a nuestro lado y que Biden se ha puesto las botas de Bush e, incluso, ya derriba a Putin de su trono, el resultado parece sencillo y previsible: Putin perderá la guerra, quedará como un apestado en el mundo, tal vez se le podrá juzgar por crímenes contra la humanidad y las democracias liberales volveremos a demostrar nuestra superioridad ética ante una autarquía violenta. Todo esto es lo que vendemos diariamente en los medios de comunicación y, ante la barbarie y dolor que sufre Ucrania, es lo que queremos escuchar como ciudadanos. Al fin y al cabo, los malos no pueden ganar las guerras. Pero, si la historia nos da alguna lección, es que los malos ganan muchas guerras, casi nunca son juzgados por sus crímenes y, en términos geopolíticos, muy a menudo refuerzan sus posiciones. Sólo hay que dar un repaso por encima a los últimos siglos para confirmar esta deplorable afirmación.

Una afirmación que, en el caso del nuevo zar ruso, parece confirmarse. Putin ganará esta guerra, incluso a pesar de no haber conseguido la invasión fácil que se había imaginado, ni que caiga Kyiv, ni que se imponga en términos militares estrictos. Es posible (y evidentemente deseable) que la resolución final pase por una retirada del ejército ruso, derrotado ante la resistencia ucraniana (afortunadamente reforzada por la ayuda de la OTAN) y debilitado por las fuertes sanciones económicas impuestas a Rusia. Es decir, en algún momento (presumiblemente, más pronto que tarde), habrá una negociación que acabará con la salida de las tropas rusas, aunque con dolorosas concesiones por parte de Ucrania. Cuando eso pase, los esfuerzos en los dos bandos irán en la misma dirección: asegurar la propaganda del éxito. Putin habrá perdido, a ojos europeos y americanos; y la OTAN habrá perdido, a ojos rusos y aliados, tanto los aliados a la vista, como los camuflados. De hecho, los únicos grandes perdedores en términos de tragedia humana habrán sido los ucranianos, convertidos en el fuego cruzado de una magna batalla geopolítica que va más allá de su territorio.

Pero, si este es el escenario y se confirman las previsiones de una Rusia retirándose de Ucrania, después de una negociación (con China e Israel como factores de interlocución), ¿cómo se puede afirmar que Putin habrá ganado la guerra, a pesar de no ganarla? Es aquí donde las piezas macro del rompecabezas mundial devoran a las pequeñas y nos permiten ver el panorama global.

Rusia no está tan sola como pensamos y decimos públicamente, y el problema no son los aliados visibles, sino aquellos que, a pesar de haber firmado la resolución contra la guerra, han dado pasos significativos hacia nuevas alianzas

Primera victoria de Putin: habrá conseguido el objetivo primordial de doblegar a la OTAN. Por una parte, habrá frenado la ampliación de la alianza hacia los antiguos dominios soviéticos, dado que cualquier salida de la guerra pasará por la neutralidad de Ucrania; también habrá demostrado que la OTAN es un gigante con pies de barro, porque no puede mover ni un tanque fuera de sus fronteras, sin provocar una tercera guerra mundial; y, finalmente, aviso para navegantes, le habrá recordado que no puede hacer lo que quiere (como parecía) porque han cambiado los equilibrios mundiales.

Segunda victoria: a pesar de no ser un gigante como los Estados Unidos o China, Putin habrá demostrado que Rusia existe, que puede desestabilizar la economía europea y que hay que contar con ella en la gran mesa del mundo. De hecho, ya lo demostró antes: primero, con la brutalidad militar en Chechenia, después con la anexión de Crimea y, finalmente, con su protagonismo activo en la guerra de Siria (de la que Rusia salió ganadora). Además, hay que subrayar su protagonismo activo en todo el eje bolivariano (donde ayuda a la consolidación de la presencia de Hezbolá en Sudamérica), su influencia en Oriente Medio, y su actividad militar frenética en el Sahel y en África Central, donde sus paramilitares (los famosos Wagner) son parte sustancial de los conflictos que se están viviendo. Para dar un dato de esos que no salen nunca en ningún lugar: solamente en el mes de febrero ha habido un centenar de ataques terroristas, con un total de 574 personas asesinadas, según el Observatorio Internacional de Terrorismo. Desde hace décadas, Rusia ya no es aquel país desmantelado que salía del comunismo y abrazaba frenética y caóticamente el capitalismo (con una gran bienvenida europea a los oligarcas rusos), sino un estado con voluntad de intervenir en la primera línea mundial. Y esta guerra ha demostrado tres cosas: que está decidido a ganarse un lugar; que no tiene escrúpulos en cuestiones de violencia y vidas humanas; y que Europa y los EE.UU. no son todo el mundo.

Tercera victoria: justamente lo que acabo de afirmar, la demostración de que Europa no toma las grandes decisiones mundiales, ni es capaz de resolver los conflictos (al contrario, los rehuye, con Siria como última vergüenza). Y si Europa naufraga, los Estados Unidos han dejado de ser el sheriff plenipotenciario que domina el planeta, con dos señales evidentes de debilidad: su irrelevancia en la guerra de Siria, y su ignominiosa derrota, con huida incluida de Afganistán. ¿Qué ha demostrado Putin con Ucrania?: exactamente eso. Que los EE.UU. y Europa pueden amenazar, gritar, tomar decisiones, pero hay muchos otros países que refuerzan alianzas en sentido contrario. Y no sólo China, que ha solidificado su sinuosa alianza con Rusia (además, encantada con el debilitamiento de la OTAN), sino un número indeterminado de países que quieren que acabe la hegemonía occidental: desde el poderoso Irán (reforzado por la robusta alianza con China), hasta los países del eje bolivariano, pasando por una parte importante de los países africanos y del sureste asiático. Rusia no está tan sola como pensamos y decimos públicamente, y el problema no son los aliados visibles, sino aquellos que, a pesar de haber firmado la resolución contra la guerra, han dado pasos significativos hacia nuevas alianzas.

Finalmente, una cuarta y patética victoria: lejos de convertirse en un paria en el mundo, Putin ha conseguido ser más temido y, en consecuencia, más poderoso, y probablemente, para una mayoría de rusos, más popular... Y con respecto a Europa, no parece para nada probable ni que se le consiga detener, ni juzgar. Al contrario, no tardaremos tanto en volver a tener relaciones económicas. Al fin y al cabo, hay tantos presidentes violentos y cargados de crímenes en la Asamblea de Naciones, que no vendrá de un autarca más.

Evidentemente, Putin ha quedado herido en muchos sentidos, tanto por la grave situación económica, que China ayudará a paliar (aunque también nos ha arrastrado a una crisis europea), como por la incapacidad de invadir rápidamente Ucrania. Pero estas heridas se suavizarán con la propaganda adecuada. El hecho es que Putin ha acelerado un nuevo orden mundial, cuyo dibujo todavía es muy difuso, pero no va en la dirección de los intereses occidentales. Por eso Putin ganará geopolíticamente una guerra que quizás perderá militarmente: habrá demostrado al mundo que el prepotente, poderoso y soberbio rey Occidente va desnudo.