Hace tiempo circulaba un chiste en forma de pregunta malintencionada. Decía: "si atraco a un político, ¿es un robo o un reembolso?". Pese a que la idea parte de un concepto demagógico, y que no participo en la demonización generalizada de los políticos, no he podido evitar recordarlo cuando he leído las escandalosas informaciones sobre la estafa en infraestructuras en Catalunya. Ciertamente, por mucho que los catalanes atracáramos al Gobierno, difícilmente llegaríamos a reembolsarnos todo lo que nos han robado durante los últimos siglos. Y utilizo el término "robar" porque no hay ninguna otra palabra en el diccionario que defina con más precisión el espolio permanente que sufre Catalunya.

Solo hay que recordar el espolio fiscal insufrible que sufrimos desde que no tenemos nuestra soberanía, para confirmar el empobrecimiento al cual nos han sometido. Los datos son, en este sentido, tan trágicos, como inapelables. Los recordaba el economista Josep Àlvarez en un artículo detallado: "Cada año tenemos un déficit fiscal aproximado del 8% del PIB, que representa unos 16.000 millones de euros. El problema es que nos toca cada año y que con el tiempo se ha incrementado. En 1986 representaba 1.076 euros por habitante y en 2009 había aumentado a 2.251 euros. De hecho, Catalunya aporta al Estado español 16.000 millones más de los que recibe. En resumen, la Generalitat ha calculado que el déficit fiscal anual que ha experimentado nuestro país desde 1986 hasta 2009, en 24 años, es de 289.724 millones de euros. O sea, que Catalunya ha contribuido al resto del Estado con casi 300.000 millones a fondo perdido, que suponen 44.935 euros por catalán". Es decir, miles de millones de euros que no han servido para fortalecer los servicios públicos de los catalanes, ni mejorar su bienestar. Al contrario, los déficits que sufrimos se deben, en su mayoría, al saqueo económico que estropea nuestro país.

Un saqueo que no queda solo en el espolio fiscal, porque, a la retahíla de decisiones estratégicas que nos imponen desde el Estado en contra de nuestros intereses —energéticas, financie/ras, aeroportuarias...—, hay que sumar la permanente estafa en materia de infraestructuras, que nos relega a categoría de tercera en el contexto europeo. Es una estafa multiplicada por tres: presupuestan por debajo del PIB que representamos en todo el Estado; presupuestan por debajo del proporcional demográfico; y, partiendo de esta situación de inferioridad, después ejecutan una parte ínfima de lo que habían prometido. La Cambra de Comerç lo resumía en una frase elocuente, "el Estado ha invertido solo 3 de cada 4 años. Hemos perdido un año de inversión por cada 4 años que se presupuestan". El total del actual déficit de infraestructuras, según Foment del Treball, una entidad nada sospechosa de independentismo, llega a los 35.000 millones que se habrían tenido que invertir para mantener las necesidades del país, y no se ha hecho. Solo en los últimos dos años, este déficit ha aumentado en 7.000 millones. La noticia de estos días, en el sentido de que el Estado había ejecutado en 2021 solo el 36% de lo que estaba acordado mientras había llegado al 184% en Madrid, es un ejemplo sobradamente nítido e indiscutiblemente insultante. Debido a este espolio sistémico en infraestructuras, hay más de veinte grandes obras que no se han culminado, algunas de las cuales con más de veinte años de retraso. Es evidente, pues, que la dependencia de España es una catástrofe, y eso si no añadimos el control permanente del Estado sobre nuestras instituciones y el resto de agravios, como los lingüísticos e identitarios, que sufrimos.

Con los centros de poder financiero, económico, sindical y mediático totalmente serviles, y los partidos catalanes descoordinados, Catalunya no preocupa, y el Gobierno no necesita siquiera camuflar los agravios que nos infiere. Ahora ya nos expolia a cara descubierta. Domesticados, nos hemos vuelto irrelevantes.

Podemos aceptar, sin embargo, que los temas identitarios no movilicen a todo el mundo, ni de la misma manera que otros, pero ¿cómo es posible que la sociedad catalana acepte, de una manera tan patética y servil, este espolio descarado de nuestros recursos que afecta directamente a su bienestar y sus vidas? Me refiero a toda la sociedad civil, empezando por las entidades empresariales, que de vez en cuando hacen informes grandilocuentes, pero son los primeros que agachan la cabeza ante el poder de Madrid. Foment mismo, o el Cercle d'Economía, ¿de qué caray sirven en la defensa de nuestros intereses? ¿Dónde están aquellos empresarios que se plantaron ante Alfonso XII con un contundente memorial de agravios, o que hicieron el Cierre de Cajas a principios del siglo XX? A estas alturas, a excepción de la Cambra y de algunas entidades pequeñas, las organizaciones empresariales se han convertido en fósiles inútiles, instalados en la pompa institucional, sin ninguna incidencia en los intereses reales del país, y siempre dispuestos a ser los ganapanes del poder español, incluyendo la alfombra roja al Borbón, después de habernos humillado en el discurso del 3 de octubre. Más o menos igual que las entidades financieras catalanas, definitivamente colonizadas hasta el punto de haber dejado de ser catalanas. La situación también retrata, desgraciadamente, la incompetencia de los sindicatos catalanes, unos engranajes de nula influencia en la realidad económica, cada vez más vacíos de contenido y, en general, igualmente serviles, especialmente cuando quien gobierna es de la cuerda ideológica. Es un escándalo enorme que no hayamos oído a los sindicatos ante la cifra del 36% de ejecución de obras, como si este brutal agravio no afectara a nuestras vidas.

Si los grandes centros de poder económico y financiero no son capaces de incidir, ni reaccionar ante el degradante agravio económico que sufrimos, tampoco lo hacen los centros de poder mediático, cuya pasividad es aterradora. Era esperable algún tipo de reacción contundente por parte de los grandes diarios catalanes, cuya recurrente pleitesía a España no tendría que impedirles defender los intereses del país. Nuevamente, en cambio, se han convertido en la coartada placentera y obediente del agravio que nos infringen.

A todo esto hay que añadir el comportamiento de los partidos catalanes españolistas, que no solo no denuncian la situación, sino que la avalan y la justifican, actuando como auténticos guardianes de los intereses de España. Pero, ¿y los partidos de obediencia catalana, especialmente los independentistas y, sobre todo, los que tienen acuerdos sólidos con el Gobierno? En este caso, la desunión, la debilidad proveniente de la represión y la insólita estrategia de ERC, que se ha entregado completamente a la servidumbre con el PSOE, los dejan sin capacidad de reacción, más allá de algunas declaraciones ruidosas y de algunos tuits escandalizados. Y las entidades independentistas todavía están demasiado débiles, después de la represión del Primero de Octubre, para mostrar alguna capacidad de reacción.

La conclusión es evidente: con los centros de poder financiero, económico, sindical y mediático totalmente serviles, y los partidos catalanes descoordinados, Catalunya no preocupa, y el Gobierno no necesita siquiera camuflar los agravios que nos infiere. Ahora ya nos expolia a cara descubierta. Es evidente que las acciones lesivas a nuestros intereses se deciden en Madrid, pero es en Barcelona donde callan, otorgan y a menudo aplauden. Por eso nos maltratan, porque, domesticados, nos hemos vuelto irrelevantes.