La "unidad" de España no es un concepto democrático, ni está sometido a la lógica de las voluntades ciudadanas. Al contrario, planteada España como una religión, su unidad se impone como un dogma de fe protegido y garantizado por el imperio de la fuerza y totalmente ajeno al derecho moderno. Y esta afirmación no hace falta hacerla desde posiciones críticas, o desde las naciones que la sufren, sino que la asumen, sin máscara, las propias instituciones y personas que se otorgan la misión de blindar la unidad. En cierto modo, son como los gurús de una secta, el martillo de herejes que protege España de los blasfemos.

Sólo hay que leer los argumentos que dio el Centro Nacional de Inteligencia (el CNI) para intentar justificar las escuchas telefónicas a líderes sociales y políticos del independentismo, para confirmar que estamos ante una concepción imperial, alejada de los parámetros democráticos modernos. Las frases son una antología del despropósito, sólo imaginables en una mentalidad decimonónica, pero nunca en pleno siglo XXI. Dicen, sin vergüenza: "las intervenciones telefónicas son la única manera de evitar la secesión en España", o "la necesidad de cortar un nuevo intento de atentar contra la unidad nacional", o "la intención de los investigados de desprestigiar España promoviendo actividades delictivas". Es decir, como señalaba el exletrado del Constitucional Joaquín Urías, el Supremo permite una brutal intromisión en la intimidad de unas personas, porque hace prevalecer la defensa de la unidad de España, es decir, la ideología, por encima de su obligación de proteger los derechos de los ciudadanos. Ergo, la Constitución permite ser independentista, pero el Supremo lo afina: se puede, pero vigilado, controlado y bajo permanente sospecha.

Al mismo tiempo, la respuesta del CNI remite a la lógica pregunta consiguiente: ¿la represión es el único modo? Lo es si se concibe España como un ente intocable, indebatible e invotable, al que no le hace falta respetar las decisiones de los pueblos, articuladas a través de su Parlamento, ni plantear un referéndum, la fórmula democrática moderna para resolver un conflicto territorial. Si alguna cosa queda clara de todo el gran escándalo del CatalanGate, incluyendo las delirantes explicaciones posteriores, es que no les hace falta ni siquiera mantener una apariencia de respeto democrático: tienen la misión sagrada, tienen los resortes de poder, y ejercen, sin pudor, la represión. Y tienen, no lo olvidemos, el aplauso de la masa crítica española, que con respecto a las cuestiones de la unidad patria, es todo "masa" y nada "crítica". Por eso han superado sin problemas las fases del luto, para decirlo en la expresión feliz de Josep Rius: de la negación del espionaje a la aceptación desvergonzada, todo en cinco etapas.

El problema de fondo es que España se creó como un estado de imposición, forjado en el seno de una mentalidad imperial, que nunca admitió Catalunya como un socio fundador, sino como una colonia conquistada

¿Cómo es posible que un estado moderno, miembro de la Unión Europea, mantenga estos conceptos de unidad carpetovetónicos, reaccionarios y represivos? La respuesta más directa remite, lógicamente, a la incapacidad de la UE de exigir a los países miembros el compromiso de mantener los estándares democráticos fundacionales, y por este agujero se cuelan los derechos violentados. Pero más allá de lo que pasa fronteras afuera, el problema de fondo es que España se creó como un estado de imposición, forjado en el seno de una mentalidad imperial, que nunca admitió Catalunya como un socio fundador, sino como una colonia conquistada. Y a medida que España fue perdiendo las colonias de ultramar, Catalunya quedó como la última y suculenta colonia. Desde 1714, cuando se aniquilaron las constituciones catalanas, toda la historia de España es el relato de una imposición, tan obsesiva en castellanizar el idioma y anular la identidad nacional, como brutal en el espolio a nuestros recursos. Y siempre ha sido una imposición que se ha hecho por la fuerza. Es decir, en el seno del nacionalismo español siempre ha existido la convicción de que Catalunya les pertenecía, pero no por acuerdo político o voluntad ciudadana, sino por derecho de conquista, y como tal conquista, había que tenerla vigilada, controlada y adecuadamente reprimida. Así fue durante el siglo XVIII, donde el intento de destrucción nacional de Catalunya fue minucioso y descarnado; así fue durante el siglo XIX, con una Catalunya "llena de liberales", que tenía que ser duramente reprimida, con bombardeos a la capital incluidos. ¿Por qué creen, si no, que los cañones de la Ciutadella y los de Montjuïc miraban hacia Barcelona y no hacia el mar?: porque siempre se construyeron para dominar la capital catalana, y no para defenderla. Y así fue durante el siglo XX, con dos dictaduras que, primero, destruyeron el sueño de la Mancomunitat —el primer intento de crear una estructura de poder catalana moderna y avanzada— y, después, lo destruyeron todo con cuarenta años de victoria franquista. Los dos dictadores españoles del XX estaban cortados por el mismo patrón: un feroz nacionalismo español, un odio igualmente feroz contra la nación catalana y una convicción de misión sagrada para defender España.

Esta determinación reaccionaria para imponer la unidad del estado por encima de la libertad de los pueblos permanece intacta en nuestros días: el CNI, el Supremo, Robles, el Constitucional, el espionaje y etcétera son herederos directos de esta mentalidad, aunque pasada por una retórica más presentable y moderna. Y cuando es preciso, ni siquiera se diferencian en los métodos represivos. Por eso ni uno de ellos contempla ninguna otra opción ante el "secesionismo" que no sea la represora, porque la democrática no tiene cabida, aunque lo envuelvan bajo un artificio de presunto estado de derecho.

Con esta realidad tozuda, perpetuada en la historia, hay dos conclusiones que el independentismo tiene que asumir, si no quiere vender épica de humo, y realmente quiere alcanzar sus objetivos: una, que España es irreformable, porque nace con el pecado original de una mentalidad de imposición que no se ha movido ni un milímetro en tres siglos; y dos, que cualquier voluntad de implementar la independencia, sólo puede pasar por la confrontación democrática con el Estado, aquello que tan a menudo se ha denominado la radicalidad democrática. Repetir estas evidencias puede parecer redundante después de haber protagonizado el Primero de Octubre, pero, dado que la memoria política es frágil, hay que recordar las evidencias una y otra vez. Nos han espiado porque estamos bajo sospecha. Nos han espiado porque España es suya. Nos han espiado porque consideran que Catalunya también es suya. Nos han espiado porque la democracia se puede violentar cuando se trata de defender la unidad. Y nos han espiado porque no conciben otra manera de tratarnos. Imaginar cualquier otra cosa desde el independentismo sólo puede venir o de una ingenuidad suprema, o de la aceptación de la derrota.