De esta última Diada poco hay que decir. Mucha menos gente, mucho más desengañada con los partidos, presencia importante de algunos conciudadanos blandiendo antorchas (y regurgitando posiciones próximas al trumpismo-lepenista) y, eso sí, miles de catalanes abrazando la esperanza del revival Puigdemont como un tablón de madera en la inmensidad del océano. Bueno, quizás sí valga la pena decir algo sobre estos últimos; la mayoría de ellos, preguntados acerca de si tolerarían un pacto de Junts con Pedro Sánchez, afirmaban que se tragarían el sapo de investir a un presidente del PSOE solo a cambio de tener garantías de autodeterminación y referéndum. La cosa tiene gracia, no solo porque un mandatario español no pueda nunca ofrecer la primera, sino porque ni el propio Puigdemont exige la segunda.

¿"Qué piensa, Carles Puigdemont?", cavila el independentista. Pues bien, dicho con mucha crudeza, el president ahora mismo vive mucho más preocupado que Pedro Sánchez. Escribo esto porque, como ya he explicado, el inquilino de la Moncloa puede asumir perfectamente el desgaste político-electoral de una amnistía (como ya hizo con el de los indultos) y, de hecho, porque a quien más interesa la clemencia es al estado español, por el simple hecho de que quien perdona siempre escoge los términos específicos de esa medida de gracia. Por mucho que (freudianamente) afirme no pensar nada en su persona, Puigdemont le da vueltas todo el día, no solo porque aceptar la amnistía implique su regreso al país, sino porque dicho regreso implica matar el aura política del exilio que lo eximía de ser el único político catalán que no había pasado por el cedazo legal español.

El presidente tiene miedo de los efectos inmediatos de su nuevo pragmatismo

De hecho, y como buen convergente, a Puigdemont solo le preocupa cuál es el desgaste político de su comeback. Hasta ahora, y cabe decir que tiene su mérito, el presidente 130 parece haber dejado fuera de juego el pactismo de Junqueras y podría prosperar políticamente con el triunfo de haber exonerado a todos los encausados del procés. Puigdemont, en efecto y por muy cínico que pueda parecer, podría vender la moto de un retorno pactado y recordar a sus electores que él no ha cedido en ninguna de sus convicciones, ya que (aunque declaró la independencia para irse de excursión) habría logrado, cuando menos, ahorrarse los vermuts dialécticos con el juez Marchena. Eso tendría cierta gracia a corto plazo e incluso podría situar a Junts en una posición de privilegio. Aunque haya regresado con un retraso considerable —vendría a decir al presidente— finalmente votarme durante años te habrá valido la pena.

Pero siguiendo al pie de la letra la ética putaramoneta, incluso los convergentes más atrevidos desconfían de su propia trampa; primero y antes que nada, porque saben que la gente no acaba de ser imbécil del todo y que día a día tienen un poco más de memoria a corto plazo. Dicho de otra forma, el presidente tiene miedo de los efectos inmediatos de su nuevo pragmatismo. Primero, que su reaparición acabe de hacer explotar el propio espacio de Junts (cómo ha pasado idénticamente con ERC), incapaz de sostener la tensión entre el sector más putaespañista y el ancestral-pactista. Segundo, y por inverosímil que parezca, el presidente entiende que —a diferencia de hace cinco años— parte de este sector más inflamado podría acabar decantándose electoralmente por versiones que han mantenido el pulso del unilateralismo, aunque sea retórico.

Mucho más que Sánchez, Puigdemont piensa (y teme) mucho más en la continuación desviada de su temple inicial que ha originado figuras como Sílvia Orriols y Clara Ponsatí, dos políticas que —a pesar de su diferencia de credo en temas como la inmigración o la justicia social y blablablá— todavía podrían venderse como hijas del 1-O y fagocitar el posterior desengaño procesista. Sé que todo esto os sonará a hipótesis muy marcianas, pero también desconfiabais cuando hace unos años ya os avisé de que tanto Puigdemont como Junqueras nos querrían a todos cantando “llibertat, amnistia y etcétera". Si la cosa os parece alienígena, veréis cómo el simple paso del tiempo lleva (rápidamente) el surrealismo al mundo de los hechos.