"Suprimir la libertad de expresión, incluida la expresión subversiva, implica siempre una supresión parcial de la democracia."
Rawls

Negarle el derecho a hablar en el Parlament al fascismo es abrir un camino hacia él, colocar la primera piedra del infierno, hundirle una estaca en el corazón al parlamentarismo. Me he quedado helada cuando he visto la propuesta de ERC y la CUP sobre prohibir el llamado "discurso del odio" mediante una reforma del reglamento de la cámara. Hay cosas que pueden sonar bonitas cuando uno las oye, pero que merecen una reflexión más profunda antes de ser implementadas, por coherencia, por convicción democrática y por no ponerte tú mismo la soga al cuello sin darte cuenta.

Dicen los republicanos y la CUP que llevan esta propuesta "con el objetivo de poner coto a los discursos de odio de Vox", es decir, que la reforma tiene nombre y apellidos y se dirige a la concreta manifestación política de un grupo legal y legítimamente representado en la cámara catalana. Es odioso tener que escribir esta columna, pero no me dejan otra opción. Como bien condensó Evelyn B. Hall: "No estoy de acuerdo con lo que dice, pero defenderé con mi vida su derecho a decirlo". No queda otra opción que enunciar por qué es terrible pretender amordazar a una ideología en la sede de la soberanía y, por ende, del debate político. Odio lo que dice Vox, pero odio más el asesinato lento y evidente del parlamentarismo democrático.

Me resulta muy chocante y muy incoherente, proviniendo de formaciones que han elevado a la máxima expresión la defensa de la independencia, la inmunidad y la autonomía parlamentaria, y que, con razón, se han revuelto contra las inadmisibles injerencias que contra la del Parlament se han llevado incluso por parte del Tribunal Constitucional. Yo defiendo que en un parlamento se puede hablar de todo —incluida la independencia y la desafección a la Corona—, por eso no me queda otra que defender que si los programas de algún partido contienen propuestas o ideas sobre regular o restringir o incluso impedir la inmigración, anular las leyes de género o incluso discursos antinacionalistas o anticatalanistas o centralistas, estos no pueden ser limitados y menos prohibidos. Mantener un discurso político que implique confrontar con artículos de la Constitución es perfectamente posible en este país. Tiene que serlo y es precisamente lo que ambas formaciones defienden respecto a la independencia catalana; pues bien, las propuestas contrarias a la Constitución en otros aspectos como las que hace Vox también tienen que poderse escuchar.

¿Quién decide lo que se autoriza? ¿Los adversarios políticos? Pues mucho ojo con eso, porque los enemigos acérrimos de la idea de una independencia catalana podrían querer imponer que ese discurso no fuera autorizado y, por tanto, intentar prohibirlo o censurarlo

Prohibir en una cámara el hate speech —que así fue denominado por primera vez por el Tribunal Supremo norteamericano— supone prohibir algo lo suficientemente difuso como para dar lugar a la arbitrariedad parlamentaria, o sea, a la censura del debate político. En primer lugar, porque hay que diferenciar muy bien entre las ideas y la ideología —xenófoba, racista, machista— por un lado y, por otro, la incitación concreta a que ciudadanos o masas lleven a cabo actos de violencia contra grupos concretos. Lo primero sería la exposición de un programa político —asqueroso, inmoral, lo que deseen, pero expresable— y lo segundo, un delito de incitación al odio. Fíjense, ni siquiera si un diputado en el Parlament cometiera un delito de incitación se le podría perseguir penalmente por ello. Hasta ese punto es alta la protección de un representante popular. Bien es cierto que se puede llamar al orden a un diputado o retirarle incluso la palabra por insultos, vejaciones y otras salidas de tono, pero no por el contenido de su discurso político.

En ese sentido, me tengo que alinear con la doctrina imperante en una democracia no militante como Estados Unidos, que en este campo ha optado por dar primacía a la libertad de expresión. En Europa, las democracias militantes que sufrieron los estragos del nazismo son más estrictas en la censura de este tipo de discursos, pero incluso el Tribunal de Estrasburgo reconoce que "la libertad de expresión es ingrediente importante en una sociedad democrática para los partidos políticos y sus miembros activos". Y eso lo dice en una sentencia en la que un partido lanzó octavillas racistas en campaña, pero ni siquiera sucedió, por supuesto, dentro de un parlamento.

Los teóricos contrarios a la limitación de los llamados discursos de odio suelen alegar razones de autonomía —derecho a la independencia moral—, democracia y mercado libre de ideas. Consideran autoritario limitar cautelarmente un discurso imponiendo unos criterios determinados, que deciden unos y no otros, lo que viene a ser lo mismo que asumir que hay un discurso autorizado y otro que no lo está. ¿Quién decide lo que se autoriza? ¿Los adversarios políticos? Pues mucho ojo con eso, porque los enemigos acérrimos de la idea de una independencia catalana podrían querer imponer que ese discurso no lo fuera y, por tanto, intentar prohibirlo o censurarlo. No, no es buena idea pretender acallar ideas o ideologías en el Parlament o en cualquier otra cámara de representación. "Las palabras no son palos ni piedras", decía Schauer, y dar el salto doble mortal con rebote de que no lo son, pero los preparan, es no sólo dudoso, sino incluso peligroso para la democracia.

El fascismo puede hablar en un parlamento. Negarle el derecho a la palabra a los representantes electos del fascismo, prohibirles difundir sus ideas, parecerá muy chulo y muy en defensa de los valores democráticos, pero no es sino asestarle una puñalada mortal al parlamentarismo. Otra más. Es una vía tan peligrosa que es mejor no iniciar. Una puñalada al parlamentarismo fue instaurar que los miembros de una mesa parlamentaria pueden cometer ilícitos penales, como se les hizo a los del Parlament. Eso fue una aberración, pero, ¿saben qué?, que ahí está y ahí se queda, para los catalanes y para cualquier otro —ya han amenazado con eso un par de veces en el Congreso—. Así que mejor no abramos puertas al abismo, no vaya a ser que acabemos despeñándonos por él todos, los fascistas y los antifascistas, si cambian las tornas.

Espero que el resto de grupos representados en el Parlament no apoyen tan peligrosa propuesta para la libre representación popular y expresión de ideas políticas en el debate parlamentario. No pongamos piedras en el camino del infierno, que detrás pueden venir los que sigan añadiéndolas y nos lleven hasta él. Y encima, nos habremos quedado sin argumentos...