Como cada año en verano, vamos a un pequeño pueblo de la Terra Ferma, a la casa que mis padres se hicieron hace más de 50 años. Voy con mi padre, que ya tiene 100 años, pero que a pesar de su edad, tiene los ojos y la mente clara. Sus vacaciones consisten en cambiar de paredes, volver a ver el verde de la madreselva del jardín, disfrutar de la cocina de siempre (soy heredera de las recetas de mi madre) y ahora, sobre todo, ver a la gente joven entrando y saliendo, que siempre les transmiten la chispa vibrante de esa vida que para ellos ya mengua. Conozco cada pequeño rincón de la casa, el leñero y la bodega... Dónde hay más telarañas, donde está arrinconada la azada, dónde la caracolera de mimbre, dónde están guardadas las tenazas del fuego a tierra que hace muchos años que no se utilizan. Las cañerías son viejas y cada año toca arreglar alguna cosa u otra, y mención especial merece la nevera, todo un panegírico a los electrodomésticos que no tenían obsolescencia programada. De color rojo intenso, todo el interior de acero, si no fuera por las viejas gomas que no acaban de cerrar bien la puerta, sería digno monumento a las neveras de los años 60.

Pienso en todos los recuerdos de niña que rememoro cada año en el calor del verano y en todos los pequeños placeres que reencuentro, y los ojos se me empañan

Y es ahí, en medio de todos estos objetos, donde reencuentro la mayor parte de los recuerdos de niña. Cuando abro los cajones de la despensa y encuentro cajas para los cordeles y las cuerdas (nunca se sabe cuándo los vas a necesitar, me decían), junto a una pieza de cristal "milagrosa", un hervidor de leche de cuando se iba a comprar la leche directamente a la vaquería y había que hervirla antes de consumirla. Cuando pongo las toallas todavía bordadas con el nombre de mi madre, porque los ajuares de antes eran de algodón del bueno. Y cuando ponemos la mesa con manteles y servilletas, ahora sí, de tela, al lado de los platos de cristal de duralex de color ámbar. Hay una alegre melancolía al preparar los fideos en la cazuela de barro y la chanfaina en la de hierro colado, con el aceite virgen de los olivos del terreno de la familia. Cuando encuentro las fotos de cuando éramos niños y los pósteres y libros de cuando éramos jóvenes. Estas experiencias diarias tienen tan poco que ver con mi vida habitual, que tienen que ser vacaciones por fuerza. El ordenador queda aparcado, porque hace demasiado calor o porque justo empieza el fresco de la tarde y se está demasiado bien charlando con las amigas o la familia como para recordar que otro trabajo apremia y me espera.

Y no sé distinguir cuándo termina el recuerdo de niña para convertirse en un pequeño placer. El placer del sabor del melocotón maduro chorreando jugo mientras le hincas los dientes, el placer de beber leche fresca, untuosa porque solo está pasterizada, el dulce olor de la higuera con los higos a punto para recoger, el murmuro del juncal mientras se pone el sol, las carcajadas y los gritos de los jóvenes mientras juegan a cartas esperando que se haga de noche... Y pienso en todos los recuerdos de niña que rememoro cada año en el calor del verano y en todos los pequeños placeres que reencuentro, y los ojos se me empañan.