Esta semana la tuitesfera catalana (unos pocos millares de habitantes del país que se pelean en Twitter y otras redes porque tienen unas vidas lo bastante miserables como para dedicar una media de seis o siete horas al día a mirar el móvil) se ha desahogado por el hecho que un antiguo político, ahora reciclado en opinador, ha compartido una captura de pantalla en que, de forma involuntaria, se veían pestañas abiertas de dos webs pornográficas. Si no me equivoco, la primera se centraba en el nobilísimo arte de la orgía, que es una cosa muy mainstream a la hora de excitarse pero que, en tiempo de distanciamiento social, ha experimentado, naturalmente, un revival, mientras que la otra es un original producto en el que unas niñas japonesas defecan con gran entusiasmo. Resulta lógico que la tribu catalana, que del cagar ha hecho tradición y versitos, se haya ocupado más del asunto de pelarsela viendo boñigas que de una cosa tan habitual como el fornicio colectivo.

Decía el maestro Bauçà que masturbarse era una de las grandes cosas que podemos hacer los machos y tenía toda la razón del mundo, pues descargar esperma y destensar cuerpo y cerebro es uno de los actos que nos evita más problemas, excesos y meteduras de pata en general

En efecto, podría parecer increíble que un macho se excite viendo cagar a unas damiselas niponas; aunque, si hilamos fino, la obertura del ano (y el consecuente dolor que se experimenta tanto al expulsar como al recibir algo) ha sido y será siempre una fuente inagotable de placer. Resulta cómico que, en un mundo donde -dicen- la sexualidad ya no arrastra tabúes, a los machos nos pese tanto reconocer que experimentamos placer cuando alguien se entretiene con nuestro orificio anal y es por eso que, entre muchas otras cosas, aplaudo sonoramente este error involuntario de nuestro antiguo político, pues naturaliza una cosa tan humana y necesaria como pelársela y buscar espacios de imaginación lo bastante creativos como para que el utensilio se te alce. Decía el maestro Bauçà que masturbarse era una de las grandes cosas que podemos hacer los machos y tenía toda la razón del mundo, pues descargar esperma y destensar cuerpo y cerebro es uno de los actos que nos evita más problemas, excesos y meteduras de pata en general.

Pelársela viendo como defecan chicas orientales no tiene nada de excesivo. Yo ahora me hago pocas pajas, porque mi joven princesa me somete a un régimen sexual desenfrenado que me está dejando el glande en un estado paupérrimo. Sin embargo, por algún motivo que se me escapa, siempre me la cascaba viendo peleas de rusos. De hecho, el misterio resulta todavía más turbio, ya que no sólo me complacía masturbarme viendo rusos ebrios golpeándose, sino que me excitaban especialmente las bullangas que sucedían en bodas. Soy incapaz de explicar el por qué -y lo consultaré muy pronto con mi magnífico psiquiatra- pero no hay pechera o almeja que me haya puesto más caliente que el instante en qué un cuñado ruso, borracho de vodka, pierde los papeles, magrea a alguien de su recién estrenada familia política y, a partir de aquí, se arma un Cristo de cojones. Venga tortas, venga carrerillas, y yo puliéndole el casco al soldadito con aquella cara de asno que se nos queda a los hombres erectos.

De hecho, todos viviríamos más liberados si supiéramos con qué se la pelan nuestros mandatarios, porque eso los humanizaría y nos explicaría un aspecto muy importante de su carácter

Eso de excitarme con la violencia, y más aún con la pelea que rompe uno de los rituales más importantes de la institucionalización del amor, tampoco es que necesite mucha ciencia para su interpretación. Lo que nunca he llegado a comprender es por qué cojones me excitaba con las hostias de los rusos y no de los finlandeses o de los bosquimanos. Es en este sentido, y por el mismo y estricto respeto al misterio de ponerse caliente, que expreso la máxima solidaridad con alguien que se la pela viendo hacer caca a unas simpáticas niponas y no a conciudadanas de Riudellots de la Selva. De hecho, todos viviríamos más liberados si supiéramos con qué se la pelan nuestros mandatarios, porque eso los humanizaría y nos explicaría un aspecto muy importante de su carácter. Resulta mucho más importante este asunto que conocer el patrimonio inmobiliario de nuestros diputados, en qué restaurantes y hoteles se gastan las dietas que les sufragamos entre todos, o incluso qué lovers esconden en el cajón.

En tiempo de sordidez y de política autonómica, nada mejor que pelársela. Cuando mi princesa deje de abusar de mí y me conceda el regalo de un merecido descanso, me solidarizaré con el antiguo político y volveré a hacerme una pajota con mis amigos rusos, un ordeño nostálgico por los viejos tiempos. Y compartiré el material visual en las redes, faltaría más, que la tribu tiene todo el derecho a saber con qué se la pelan sus mejores articulistas.