Uno llega un dia a la conclusión de que los domingos o los días festivos ya no son sinónimo de resaca, sino por ejemplo de visitar la Catalunya interior a la caza y captura de un buen restaurante casero. Se dice "hacerse mayor", posiblemente. Se le comentaba el otro día, bromeando, al director adjunto de ElNacional.cat cuando me preguntó si publicaría la columna de los jueves, dado que "el 12 de octubre no es un día normal". No solo le dije que sí y que lo viviría como un jueves más, sino que además explicaría que la única celebración del día sería ir a comer en algún lugar cerca del trabajo donde en la carta de postres no tengan lemon pie o crumble de manzana, sino flan de la casa o menjablanc, si nos ponemos soñadores.

Precisamente el Día de la Hispanidad del año 2010, ahora ya hace doce años, con tres amigos inauguramos la costumbre de celebrar la festividad haciendo un homenaje a la Corona, pero la Catalanoaragonesa, que es la única por la cual todavía hoy juraría lealtad. Ya que se hacía, había que hacerlo bien, por lo tanto buscamos un sitio bien medieval en el cual ir e inmediatamente pensamos en Montblanc, que es la pequeña Carcasona de nuestro país, pero con la diferencia que dentro de sus murallas, por suerte, viven vecinos y no solo turistas. Para remachar el clavo, encontramos una fonda de época con un hilo musical en el que sonaban unas melodías tan trovadorescas, con cítara y laúd, que más que abrirme el hambre para comer un arroz de conejo, me dieron ganas de ponerme a recitar el Sirventès a Ponç de Mataplana.

El restaurante se llamaba Fonda Castlà y ya hace años que cerró, pero desde entonces Montblanc ha sido siempre un lugar al cual me ha gustado volver. Tiene una iglesia de un aire siciliano que me lleva a La avventura de Antonioni, una plaza Major en la que beberse un vermú es como paladear la felicidad y desde hace un tiempo, además, un restaurante llamado Cúmul que a pesar de ser un local pequeño, es un tesoro inmenso. En una ciudad donde todo parece hacer homenaje al pasado medieval, Cúmul es un oasis de modernidad entendida a la manera correcta, es decir, tratando la tradición no como un fósil, sino como un trampolín desde la cual propulsarse para innovar.

Tradición e innovación fue, también, lo que vivimos con mis amigos meses después de aquella comida medieval, cuando removiendo por Facebook encontramos que en la capital de la Conca de Barberà hacían una fiesta popular dentro del antiguo Convento de Sant Francesc por Nochevieja. Lógicamente, la posibilidad de vivir la última noche del año fumando hierba, bebiendo cerveza y bailando La Troba Kung-Fú entre las cuatro paredes de una iglesia gótica era, simplemente, imposible de rehusar.

De esa madrugada recuerdo pocas cosas, pero lo que sé es que, dada la situación, después de las campanadas decidí ser coherente con el entorno y comportarme como un caballero del s.XIII que celebraba el cambio de año con un banquete en la sala noble de la corte, es decir, hablando de Vos a los camareros cuando pedía cubatas y utilizando un nombre arcaico como Guerau de Bellaplana. Debió ser así, moviendo las caderas a la manera de Cerverí de Girona, como conocí a una chica que me siguió la broma y me dijo que se llamaba Guinedella. Sé que era una pubilla de Cambrils, tenía los ojos verdes y, tal como pactamos, nunca más la he vuelto a ver.

Pasamos toda la noche juntos y nos besamos en las escaleras de Santa Maria como dos infieles perseguidos por la Inquisición, dándonos cuenta a la vez de que aquella no era la primera noche de 2011, sino la primera y única noche de 1411. "Yo no sé tu nombre real y tú tampoco el mío, ya que mañana será 2011 y de nosotros no sabremos nada nunca más", me dijo antes que nos hiciéramos el último beso. Bajando por la misma calle de los Hortelans donde tres meses antes me había hecho una foto con mis colegas con una cámara Olympus, me preguntó qué querían decir para mí las patrias después de haberle explicado nuestra tradición recientemente creada para los 12 de octubre.

Giramos por la calle a Pere Berenguer de Vilafranca, enfilamos la calle principal y fue entonces, limpiando los últimos instantes de aquella circunstancial noche de 1411, cuando le respondí que mi patria es una calle Mayor de cualquier ciudad catalana con geranios en los balcones, casas con puertas de arco de medio punto, vecinos tomando el fresco si es verano, fachadas con baldosas de Aquí hi viu un paleta, jóvenes con patinete eléctrico, placas donde se lee 'Déu vos guard' en los portales, estudios de tatuaje ubicados entre una ferretería y una cestería abierta hace cien años, gente paseando con airpods en las orejas y, sobre todo, ventanas de donde los domingos o los días festivos aflora el olor de un pollo asado con ciruelas y piñones. Seis siglos después de aquella noche, con la bandera de la tradición en una mano y la de la modernidad en la otra, sigo pensando que mi única patria es eso.