La hegemonía del PSOE se aguanta sobre Catalunya y Catalunya se aguanta, igual que cualquier país, sobre el patriotismo de sus habitantes. Es una cosa que no se dice a menudo porque esto llevaría a recordar que el PSOE puede gobernar España gracias al artículo 155 que aplicó el PP. Sin la represión desencadenada por los ministros de Rajoy, Sánchez no estaría hoy en condiciones de aspirar a un segundo mandato. Ni tampoco de convertirse en el mejor presidente de la historia de la democracia española, y no es ironía. Catalunya es un país ocupado, y Sánchez es un buen político.

El problema es que los catalanes han salido del armario y no saben qué hacer con su independentismo, es decir, no saben cómo gestionar su empoderamiento. Hasta que el régimen del 78 no se empezó a tambalear y el PSOE empezó a perder votos a favor del PP, los catalanes eran más nacionalistas que independentistas. Poco a poco, pero coincidiendo con el declive socialista, las tornas cambiaron y en esta transición Catalunya empezó a perder consistencia. Ahora el país parece una vieja asociación de gais y lesbianas cuyos miembros hubieran hecho pública su orientación sexual en una gran fiesta multitudinaria y hubieran sido recibidos a golpes de porra y de querella.

Los catalanes no saben qué hacer con su homosexualidad, quiero decir con su independentismo, porque salieron del armario confiados y ahora son tratados en todas partes con condescendencia. "Os habéis creído demasiado esto del amor libre" —les dicen en medio mundo con una socarronería insolente y violenta—. "De tanto practicar del vicio en privado os pensasteis que era normal y abusasteis de nuestra tolerancia" —les reprochan algunos vecinos que se decían progresistas—. "Tapaos las vergüenzas, hombre, que ponéis en peligro la paz social" —gritan los más puritanos—. Claro: los pacíficos miembros de la asociación, quiero decir los pobres catalanes, están traumatizados y ahora son un grupo cada día más fragmentado de gente perdida, resentida y sobre todo imprevisible.

Catalunya fue el factor estabilizador de la primera Transición, pero ahora tiene la columna vertebral debilitada por una aluminosis democrática muy difícil de curar

En un extremo, están los cupaires, que defienden a Hamás porque no han tenido ni una milésima parte del valor de los palestinos cuando su asociación, quiero decir su país, les ha necesitado. En el otro extremo están los convergentes, que idolatran a Israel para no tener que pensar en qué campo de concentración estarían agonizando los judíos si hubieran tenido líderes como Mas o Puigdemont. En medio están los chicos bajitos de ERC, que ya eran una especie despreciada cuando vivían escondidos en el armario y que ahora todavía lo son más. También está el llamado cuarto espacio, que no deja de ser una agrupación de antiguos cínicos que se han vuelto sentimentales a base de sentirse impotentes y que ahora van desnudos por la calle tapados solo con la bandera.

En Catalunya hay mucha diversidad, pero no hay ningún partido que despierte la confianza de España, de Europa, ni mucho menos de los propios catalanes. Sánchez necesita una base electoral mínimamente sólida para impulsar un cambio que renueve el régimen del 78, y mira de aprovechar todo lo que encuentra. Catalunya fue el factor estabilizador de la primera Transición, pero ahora tiene la columna vertebral debilitada por una aluminosis democrática muy difícil de curar. Antes de las municipales, Sánchez contaba con que esta base le sería proporcionada por el neopujolismo de Oriol Junqueras. Pero ERC es más independentista que nacionalista y, por más que sus políticos se arrastren como si fueran gusanos, esto solo agravia el trauma de los catalanes y el problema de España.

Últimamente, los socialistas se han girado hacia Puigdemont aprovechando una carambola imprevisible. Puigdemont tiene un perfil más proclive a conectar con el viejo nacionalismo defensivo de los catalanes. Sánchez intenta pactar con él poniendo el ojo en la posibilidad de restaurar aquellos equilibrios prodigiosos que tan bien funcionaban cuando España era un paraíso de ambigüedades. El PP procura ayudarlo en la tarea y va organizando su política a partir del odio a los catalanes, sea en Mallorca, en València o en Madrid. Por más odiados que se sientan, pero, los catalanes no acaban de reaccionar y si Puigdemont puede hacer a Sánchez presidente es, solo, porque hay una bolsa inmensa de independentistas que se abstiene de organizarse y de votar.

Los independentistas no se pueden volver a meter en el armario porque ya han sido expuestos y escarnecidos; a su vez, tampoco saben cómo participar en los debates públicos de manera natural porque han perdido la confianza en los jueces y los partidos políticos. Nadie parece preocupado por saber cómo evolucionará el estupor de los catalanes que creyeron en el amor libre, quiero decir, en la democracia, y se sintieron traicionados. Es una evolución que no dependerá mucho de lo que pacten Puigdemont y Sánchez, ni de las políticas contra los catalanes que implementen Vox y el PP. En general los primeros gais que conocí eran bastante histriónicos y no parecía que se lo pasaran muy bien, a pesar de que no había nada que, en principio, les oprimiera.

El independentismo tiene que encontrar su forma y, cuando la encuentre, si la encuentra, su nacionalismo será más directo y más limpio y, por lo tanto, más efectivo que el de los últimos 40 años. De momento, la cosa más sensata que Sánchez puede hacer es gobernar como si estuviera sentado encima de una burbuja de aire inmensa, teniendo presente que la gente no es imbécil. Si quiere durar, la mejor estrategia que puede seguir es gestionar el ir tirando intentando envenenar y de oprimir lo menos posible la evolución natural de los catalanes y los españoles que, como él, crecieron y se educaron en democracia.