Hoy muchos nos sentimos un poco huérfanos.

Sabíamos, después de dos meses y medio de incertidumbre, que la muerte del papa Francisco —de edad avanzada y salud frágil— se acercaba, pero había siempre aquella esperanza de una posible recuperación que, desgraciadamente, no ha acabado de llegar.

Unos meses de una preocupación que, más allá de su dimensión eclesial y espiritual ya de por sí primordial, venía amplificada por el estremecedor contexto global actual de guerras múltiples, tensión creciente por todas partes y auge del autoritarismo y el extremismo. Una coyuntura donde la figura de Francisco se había convertido, también a nivel mundial, en uno de los pocos referentes de alternativa a esta ola ascendente de trumpismo, intolerancia, e incluso me atrevería a decir que de miedo. Y es que incluso enfermo, el papa Francisco luchaba por hacer llegar su mensaje —por vía de la palabra, pero también de las acciones simbólicas— de esperanza, de paz y en favor de los más marginados y perseguidos.

Sorprenden, e impresionan, los últimos actos públicos de Francisco, el "papa de la gente". Aquello que quiso hacer, por encima de aquello que optó no hacer: la visita el Jueves Santo a la prisión de Regina Coeli (imposible no recordar en este punto a Juan XXIII), la aparición rezando en la Basílica de San Pedro el Sábado Santo saludando a peregrinos; y finalmente el Domingo de Pascua la bendición Urbi Et Orbi haciendo leer su discurso, un contundente alegato contra la guerra, a favor de la paz, y en defensa de los "vulnerables, los marginados y los migrantes". Un discurso que contrastaba radicalmente con el breve encuentro que se había llevado a cabo poco antes con el vicepresidente de los Estados Unidos, J.D. Vance, católico converso seguidor, pero de las vertientes más integristas y más alejadas de todo aquello que representaba Francisco.

De hecho, hay una cierta controversia sobre esta última reunión del Papa, sobre si tenía sentido —ante su frágil estado de salud— haber aceptado una petición tan incómoda por mucho que diplomáticamente fuera aconsejable. Reflexionando, yo me quedo con el coraje demostrado por Francisco al admitirla; me afianzo con un papa que a pesar de su debilidad física demostró, una vez más, su enorme fortaleza moral no rehuyéndola. Enfrentándose a los retos hasta el final.

Pero aquel no fue el último acto de Francisco, de hecho no podía serlo.

La figura de Francisco se había convertido, también a nivel mundial, en uno de los pocos referentes de alternativa a esta ola ascendente de trumpismo, intolerancia, e incluso me atrevería a decir que de miedo

Como decía, después del saludo con J.D. Vance, Francisco llevó a cabo —eso sí, con dificultades— la tradicional bendición Urbi Et Orbi, a la "ciudad y al mundo" del Domingo de Pascua. Y después, al más puro estilo suyo, el "papa de la gente" bajó a saludar a la multitud que se encontraba en la plaza de San Pedro, deteniéndose en algunas ocasiones a bendecir a algunos niños. Ahora, volviendo a ver aquellas impresionantes imágenes, en las que incluso por unos minutos el papamóvil entró en territorio italiano para saludar a la multitud congregada en la Via della Conziliazione, uno no puede dejar de pensar que esta fue la verdadera despedida de Francisco, siempre al lado de su gente, hasta el último suspiro.

Y es que echaremos de menos al papa Francisco, mucho más de lo que seguramente nos podemos imaginar ahora.

A mediados del pasado mes de enero, una cierta casualidad hizo que me reencontrara con un viejo conocido, muy próximo al Santo Padre. Al preguntarle por cómo estaba el Papa me contestó: "bennino" (difícil traducirlo y se entiende perfectamente) "pero hay que tener en cuenta que tiene 88 años..." dijo. En aquellos momentos nadie pensaba en un desenlace próximo, y poco se podía pensar que una pregunta como aquella, del todo espontánea por mi parte, cogería tanto significado solo unas semanas después.

Con la muerte de Francisco se activa un complejo y antiguo mecanismo, secular, para la elección del nuevo Santo Padre. La confirmación de la muerte del Papa, la destrucción del Anillo del Pescador y el sellado de los Apartamentos Pontificios, la Sede Vacante, los funerales del Papa y la activación del cónclave, con la llegada de más de un centenar de cardenales electores de todo el mundo, que procederán a la elección del nuevo líder de la Iglesia católica. Y dentro de unas semanas, la fumata bianca y el Habemus papam con la proclamación del nuevo papa, su toma de posesión y el inicio del nuevo mandato.

A raíz del decreto que el mismo Francisco firmó el pasado noviembre, este procedimiento será menos pomposo que en los casos anteriores. Pero, en cualquier caso, el peso de la historia y la gravedad del momento planearán indefectiblemente sobre él.

Porque, como decía al inicio, en el turbio contexto actual, la elección del nuevo Santo Padre es más primordial que nunca. Y no lo es solo por el devenir de una institución como la Iglesia católica —con dos mil años de historia y unos mil cuatrocientos millones de seguidores—, sino que también lo es de cara a definir, o contrarrestar, las nuevas hegemonías de este mundo convulso y arriesgado en el que vivimos.