Hemos caído tan abajo que el único tema importante de la política catalana vuelve a ser la inmigración. Volvemos a estar igual que hace 65 años, cuando Jordi Pujol empezaba a forjar su idea de país. Entonces Catalunya había quedado atrapada entre el ejército español y las oleadas migratorias promovidas por el franquismo. Pujol fue el único político que entendió el alcance del cambio social que se divisaba y de esta visión salió su hegemonía. 

Mientras el resto de dirigentes del país se lamían las heridas de la guerra e intentaban ahogar sus fantasmas en las ideologías del antifranquismo, Pujol buscaba un discurso propio que pudiera proyectar hacia el futuro. Se pueden decir muchas cosas de Pujol, pero si su virreinato ha sido tan largo, y si todavía vivimos entre los escombros de su mundo, es porque fue el único político que no se dejó arrastrar por la melancolía cuando todo el país vivía aún de la nostalgia de la república o de la Catalunya de Prat de la Riba

Ahora estamos igual, pero sin ningún político como Pujol a la vista. La Vanguardia y sus imitaciones dan palmaditas a Puigdemont, igual que hace unos años reían las gracias a la rendición de ERC. Los partidos procesistas, como los supervivientes de la derrota republicana, buscan salidas fáciles para justificarse, y Madrid mira de ayudarles para evitar que el país rompa con el pasado en sus propios términos. Con la presidencia de José Montilla, parecía que la política catalana lograría el nivel de madurez necesario para poder remontar la historia, pero hemos rodado montaña abajo justo cuando parecía que habíamos hecho lo más difícil.

La última década hemos tratado la inmigración con la misma demagogia que tratamos la corrupción cuando Pujol confesó que tenía deudas con hacienda. Volvemos a estar con el barro al cuello. El pasado viernes, un lector me envió un whatsapp con la noticia de que Catalunya alcanzaría los ocho millones de habitantes antes de lo que se preveía. “Y los chicos de Junts diciendo que el Hard Rock de Tarragona debe hacerse como sea”, se lamentaba. Sonreí, porque el gobierno de Artur Mas ya defendía el proyecto cuando se dedicaba a impulsar la independencia los fines de semana, y a venderse el país los días laborables.

La inmigración volverá a estar cada vez más en el centro de nuestros problemas porque es el catalizador de todos los tabúes y de todas las imposturas de los partidos y de los periódicos. Como ya pasó en el siglo pasado, la inmigración se intentará utilizar para justificar todas las autocensuras del país y todas las agresiones a la economía y a la cultura catalanas. Hace un siglo pasamos de dar la culpa del derrumbe republicano a los murcianos que quemaban iglesias a utilizar a los andaluces para no tener que reclamar responsabilidades al Estado por las políticas de exterminio promovidas por la dictadura. 

La última década hemos tratado la inmigración con la misma demagogia que tratamos la corrupción cuando Pujol confesó que tenía deudas con hacienda

Durante el siglo XX, la inmigración sirvió para disolver la identidad catalana y para frenar la fuerza del país, que dio, a pesar de todo, una cantidad de artistas internacionales sin precedentes. Ahora, si no vamos con cuidado, los inmigrantes servirán para quitarle personalidad a Barcelona y convertir Catalunya en un basurero de la globalización. El otro día estaba en una plaza de El Masnou con un lector que trabaja en el extranjero y me contaba que en Noruega viven en un mundo tan automatizado que incluso los maestros pronto verán reducidas sus horas de trabajo. De repente señaló un robot que se movía entre las mesas de un restaurante de cocina asiática, y me preguntó. “¿Qué haremos, aquí, con tantos camareros, taxistas, repartidores y dependientes?”

La cosa viene de lejos. Mientras el gobierno de CiU hablaba de convertir Catalunya en la Dinamarca del Mediterráneo, o en el Massachusetts del sur de Europa, sus empresarios se dedicaban a importar mano de obra barata sin ningún control, ni ninguna estrategia económica a largo plazo. No es casualidad que el antifascismo de Joel Díaz se haya apropiado de Catalunya Ràdio, igual que no fue ningún error que el president Quim Torra gravara la transmisión de patrimonios en cuanto ocupó el trono de la Generalitat. Para poder perpetuarse, el régimen de Vichy no solo necesita empobrecer a la clase media que impulsó el 1 de octubre, también tiene que liquidar su idea de civilización. 

La automatización y la inteligencia artificial llegarán tarde o temprano a todas partes, y lo que la inmigración descontrolada destruirá no va a ser el catalán, sino las bases de nuestra cohesión como país, que tanto había costado reconstruir. ERC intenta convertir la Generalitat en un gran comedero para los pobres, pero con esto no bastará, cuando la historia se acelere. Tampoco bastará con el coraje de Silvia Orriols, que invoca los valores de Occidente con el mismo oportunismo frívolo que los políticos antifranquistas invocaban el comunismo o el socialismo en el momento álgido de la URSS.

Da pena que sigamos pensando que bastará con engordar el sector de los servicios para prosperar y para absorber a los contingentes de mano de obra barata, mientras las flotas de taxis sin conductor proliferan en las grandes ciudades del mundo. O que suframos por el catalán como si estuviéramos en el siglo XIX, cuando hay plataformas de podcasts como Riverside que te transcriben las locuciones o te las traducen al inglés prácticamente sin ningún error. Incluso un negocio aparentemente tan humano como el de hacer compañía a la gente mayor va a acabar encontrando el apoyo de la inteligencia artificial. 

Hemos colocado payasos en todas partes para combatir el fascismo, y el único fascismo que deberemos combatir será el de la ignorancia, la sordidez y la violencia callejera. Tanto hablar de la baja natalidad de los catalanes y nadie dice que el país solo invita a procrear a los que vienen a establecerse sin nada que perder. Por otro lado, si los catalanes no estamos dispuestos a imponer las bases de nuestro país en nuestra casa, ¿por qué deberían respetarlas los inmigrantes que no tienen nada que perder?

Las oleadas migratorias ya no son un problema específico de Catalunya, como en el siglo XX, pero los catalanes somos los europeos que deberemos saber gestionarlas mejor, si no queremos que se nos giren fatalmente en contra. Para sostener un sistema democrático, un gobierno autoritario necesita o bien una homogeneidad como la que buscan en Hungría y en Castilla, o bien un país atomizado, lleno de guetos impenetrables, al estilo de Francia o de Suecia; por cierto: los dos estados nación más antiguos y más influyentes del mundo.