En tiempos de saturación informativa, la gravedad se vuelve difusa. Los ciudadanos asistimos, día tras día, a una avalancha de titulares, escándalos y causas judiciales que, lejos de esclarecer el panorama político, lo enturbian más. El sistema mediático dominante exige producir varias noticias cada jornada, lo que fragmenta la percepción pública, descontextualiza los hechos y termina generando una forma de anestesia social. La consecuencia más inmediata es el agotamiento ciudadano; la más peligrosa, la normalización de la corrupción y del abuso de poder.
En este contexto, el verano político español transcurre con una tensa y engañosa calma. Los discursos vacíos y los silencios institucionales apenas logran ocultar una realidad subterránea que cada día gana presión: el modelo de poder que representa Pedro Sánchez se encuentra cercado judicialmente. Lo que hoy se presenta como ruido disperso, tras el verano podría revelarse como una estructura conectada, coherente en su lógica y devastadora en sus consecuencias.
Lo que está en marcha no son episodios aislados de corrupción —mucho menos casos de lawfare—, sino la consolidación de un ecosistema penal que afecta al núcleo mismo del poder: la esposa del presidente, su hermano, el fiscal general del Estado, el secretario de Organización del PSOE, el exministro de Fomento, y diversas estructuras territoriales del partido, y esta lista solo parece ser la inicial. Lo que se avecina no es solo un otoño caliente, sino el principio del colapso de un proyecto político basado en un claro personalismo y la instrumentalización del Estado.
Pero, ante tanta avalancha de datos, causas y escándalos dispersos que hemos tenido en los últimos meses, lo que hacía y hace falta es tener claro el panorama de lo que realmente hay en estos momentos y sus derivadas; en realidad, habría sido de agradecer una suerte de infografía en la que los ciudadanos no nos perdiésemos, una guía para recorrer y salir del laberinto, y es lo que trataré de esbozar.
El caso de Begoña Gómez, esposa del presidente del Gobierno, ha evidenciado la desaparición de la frontera entre lo público y lo privado. Investigada por presunto tráfico de influencias, la causa gira en torno a cartas de recomendación que beneficiaron a empresas que luego habrían obtenido contratos públicos o favores desde el poder. El impacto institucional de este procedimiento ya es profundo. La erosión de credibilidad no recae solo en Gómez, sino en el propio núcleo de la Moncloa.
Lo que se avecina no es solo un otoño caliente, sino el principio del colapso de un proyecto político basado en un claro personalismo y la instrumentalización del Estado
Simultáneamente, el denominado “caso Koldo” —iniciado por contratos irregulares en la compra de material sanitario durante la pandemia— ha desvelado la existencia de una red de intermediación político-empresarial cuya raíz, por ahora, ya alcanza a José Luis Ábalos y a su exasesor, Koldo García. Pero el foco no se detiene ahí, también ha terminado arrastrando a Santos Cerdán como exsecretario de Organización, que aparece implicado en conversaciones y gestiones que comprometen no solo su posición, sino la ética del aparato orgánico socialista, lo que lo ha llevado hasta la cárcel. Navarra, Canarias, Madrid: no se trataría de una trama local, sino de una arquitectura de poder desplegada a nivel estatal.
A ello se suma la figura de Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado, cuya misión constitucional debería ser la defensa de la legalidad y los derechos de los ciudadanos, pero que ha devenido solo en un escudo del Ejecutivo. A partir de su actuación en el caso del novio de Ayuso hemos sabido de sus decisiones en torno diversas causas con amplias repercusiones políticas; García Ortiz ha erosionado la confianza en la Fiscalía al actuar no como árbitro, sino como pieza del engranaje gubernamental. Si cae, como muchos ya anticipan que sucederá en otoño, no será una victoria del Estado de derecho, sino la confirmación de su instrumentalización.
Por si fuera poco, el poder también se ha parapetado en las viejas —pero siempre eficaces— cloacas del Estado. Lo que antes se atribuía al PP, hoy se detecta con mayor sofisticación bajo el PSOE: espionaje a abogados, manipulación informativa, filtraciones dirigidas, campañas de descrédito contra toda persona e institución que resulten incómodas. El caso Pegasus, las operaciones encubiertas contra el entorno independentista y el uso de medios financiados o alineados con el poder revelan una dinámica preocupante: el Gobierno no solo gobierna, también vigila y castiga, se defiende atacando y oculta con eficacia.
En paralelo, se empieza a conocer el alcance de las tramas relacionadas con los hidrocarburos, el mercado energético y la defensa de los intereses geopolíticos de países como China y Venezuela. Empresas conectadas al poder político habrían recibido favores regulatorios, adjudicaciones preferenciales y blindajes fiscales. Aunque este escándalo ha recibido menos atención mediática, su dimensión económica y su red de intereses podrían superar ampliamente al caso Koldo, arrastrando a una capa mucho más amplia y elevada del poder político. Y, como en tantas otras ocasiones, se constata que lo ideológico importa poco: lo que de verdad interesa es el acceso al BOE.
También el caso de David Sánchez, hermano del presidente, ha dejado de ser un asunto menor para convertirse en un nuevo síntoma del deterioro institucional. Su trabajo en la Diputación de Badajoz, camuflado y rodeado de opacidad, ha provocado una investigación judicial que pone en tela de juicio el doble rasero con el que se protege a quienes orbitan cerca del poder. La cuestión aquí no es la cuantía económica, sino el mensaje político: cuando el apellido garantiza impunidad, el sistema se degrada por completo.
Ya no estamos ante un proyecto ideológico ni de país: es una forma de autoconservación sostenida en la impunidad, el silencio y la domesticación institucional
Lo relevante de todos estos casos no es su coincidencia temporal ni la militancia de sus protagonistas, sino la estructura común que los sostiene. En primer lugar, existe una clara captura institucional: el Gobierno ha colonizado órganos clave como la Fiscalía, el CNI, órganos reguladores y determinados y concretos actores al interior del poder judicial para garantizar la protección de su núcleo operativo. En segundo lugar, se ha implantado una lógica de apropiación de recursos públicos a través de contratos opacos, convenios dirigidos y redes de favores cruzados que sostienen el clientelismo y permiten el enriquecimiento indirecto de ciertos círculos de poder. Y, en tercer lugar, este sistema se perpetúa mediante la represión encubierta y la manipulación del adversario: se vigila, se filtra a los medios, se estigmatiza y se judicializa a quienes desafían el orden establecido. Por todo ello, ya no estamos ante un proyecto ideológico ni de país: es una forma de autoconservación sostenida en la impunidad, el silencio y la domesticación institucional.
A partir de septiembre, el calendario judicial se acelerará. Las diligencias se activarán. Las filtraciones se intensificarán. La Fiscalía no podrá contener lo que ya escapa a su control. Y el Gobierno intentará lo de siempre: distraer, reformular, polarizar. Pero esta vez, todo indica que los hechos superarán al relato. El deterioro político será visible. Las fracturas internas del PSOE emergerán. Y, sobre todo, muchos de los socios parlamentarios que pusieron límites y condiciones a su apoyo a Pedro Sánchez —estableciendo líneas rojas éticas o judiciales— se verán obligados a reconfigurar su discurso.
Una de las últimas líneas defensivas del sanchismo, frente a ese colapso que se adivina, será la reformulación de la propia legalidad mediante una avalancha de reformas legales de dudosa constitucionalidad y, sobre todo, alejadas de cualesquiera parámetros democráticos. No pretende reforzar el Estado de derecho, sino doblarlo en favor de una lógica de supervivencia. Se multiplicarán los intentos por redefinir los márgenes normativos, con el propósito de extender el control institucional más allá de lo democráticamente sostenible: desde el control de los medios de comunicación hasta el propio aparato judicial y administrativo. La impunidad dejará de ser una consecuencia para convertirse en objetivo: blindarse será gobernar, debiéndose tener presente que este tipo de reformas, que sirven para la puntual supervivencia, terminan siendo las reglas que gobiernan el futuro.
El problema es que cuando esas líneas se traspasen —y se traspasarán— los socios parlamentarios no reaccionarán con coherencia, sino con oportunismo. Veremos cómo esos mismos actores que prometieron retirarle el apoyo si se vulneraban principios básicos optarán por colocar nuevas líneas más lejanas, más flexibles, más abstractas. Y no lo harán por convicción, sino por pura supervivencia. Porque mantener a Sánchez es, para muchos de ellos, la única manera de mantenerse a sí mismos.
El otoño no será solo judicial y político, será un espejo en el que nos miraremos todos. Pero no basta con apelar, una vez más, a la ciudadanía. Porque, aunque su papel sea esencial, la sociedad civil no está articulada ni protegida para oponerse con eficacia a un poder que ha perfeccionado las herramientas del blindaje institucional. La verdadera responsabilidad recae en aquellos representantes públicos que aún entienden la política no como un instrumento para perpetuarse, sino como un mandato delegado de quienes confiaron en ellos. Son ellos quienes deben decidir si optan por la dignidad del límite o por la complicidad del cálculo. También interpelación directa merece el periodismo: no aquel que propaga consignas oficiales o disemina relatos prefabricados, sino el que asume su función como contrapoder, indaga, denuncia y contribuye a ordenar lo que otros intentan confundir. Y, por supuesto, son las instituciones, empezando por el poder judicial y los órganos de control, las que deben dejar de administrar silencios y ejercer con firmeza su función constitucional. Solo entonces, y no antes, podrá abrirse paso la posibilidad de regeneración democrática.