Es evidente que tres millones de parados no pueden ser verdad, porque habría un motín en la calle si la mayoría de esas personas que supuestamente están en paro tuvieran que vivir con los paupérrimos subsidios que reciben. De hecho, probablemente viven de eso y de lo que por su cuenta obtienen en la economía sumergida hasta completar unos ingresos que puedan cubrir sus necesidades. Unas necesidades que han ido aumentando hasta hacer que llamemos pobre a quien no puede encender la calefacción, cuando una generación como la mía no la vio más que en las películas hasta pasados los 30 años, o a quien no puede pagar su vivienda, cuando compartir piso o quedarse vivir con los padres ha sido la tónica general de quienes iniciaban su vida profesional entonces. Llega a tal extremo el ridículo en la descripción de los datos laborales que ya tenemos al respecto quien habla de brecha generacional, como si fuese un pecado que alguien con 25 años cobre menos que quien le dobla la edad. Pero, ¿no habría de ser ese el objetivo? ¿No deberíamos exigir de quienes nos gobiernan que la esperanza de vida cotizase a la par que la esperanza de mejora, de manera que ese progreso laboral acabase significando la realización de una pensión digna cuando llegue el momento de descansar, prohibiendo que unos puedan hacerlo a los 50 y otros no puedan jubilarse nunca?

Porque por supuesto que este paisaje que describo se refiere a la gran masa salarial del país. A su riesgo y ventura quedan, en cambio, los emprendedores de todos los tamaños, envidiados cuando tienen éxito y olvidados cuando caen. Pero envidia y olvido resultan absurdos, si tenemos en cuenta que su éxito, cuando no es especulativo y se mueve en los márgenes de la ética empresarial, acaba significando puestos de trabajo robustos para esa masa asalariada a la que me refería antes, y porque cuando caen, a la destrucción de empleo que acarrean, debe sumarse el hecho de que también ellos pueden ser subsidiados en un sistema de justicia social digno de su nombre.

Dirán que voy a enfrentar a quienes integran esa masa salarial, pero creo que no es justo que a quienes más asegurado tienen su puesto de trabajo, esto es, a la función pública, unos sindicatos paniaguados hayan conseguido un incremento salarial de casi un 10 % en tres años, mientras en los convenios colectivos que lo contemplen para el sector privado, que no son todos, el aumento este año será del 2,5 %. Además, la media del salario público supera ya con creces el privado, cuando siempre había sido lo contrario. No es de extrañar que en tromba se lance la población a opositar por conseguir una de esos miles de plazas que, como trozos de pan a los perros, se ha aprestado a ofertar el gobierno para seguir cultivando su suelo electoral. Pensionistas y funcionarios serán así suyos, o eso pretende. Ni siquiera sé si una alternativa de gobierno como la que se prevé que llegue en las próximas elecciones pueda reparar esa dinámica. Será un poco como intentar revertir los daños de todo tipo infligidos por Colau sobre Barcelona. ¿A qué precio exagerado podrán ser reparados? Y recuerden quienes creen verse individualmente beneficiados en uno y otro caso por esos gestos (hay algunos contentos con el borrado de La Rambla que ya llega) que su yo individual quedará marcado por la etapa crítica a la que nos enfrentamos desde ya, y con peor suerte por causa del oportunismo político.