Si no atiendes a la olla que tienes en el fuego, si te fías demasiado, se te quema la comida. Si confías excesivamente en las buenas palabras de la propaganda política acabas con el futuro muy carbonizado. Del mismo modo, dentro del chat federalista al que fui invitado a participar hace pocas semanas, las proclamas de fraternidad no acababan de corresponderse con la realidad. La excesiva confianza en las buenas intenciones de los supuestos amigos de Catalunya no nos asegura nada concreto. Lo que es auténtico y concreto es otra cosa, y es algo muy hiriente: que no nos aceptan ni nos respetan. Desprecian la voluntad política, mayoritaria, de la sociedad catalana. Tampoco nos quieren como ciudadanos libres, preocupados como están sólo por el enorme porcentaje del PIB español que hoy supone la economía catalana. Si los catalanes queremos dibujar una nueva frontera, si queremos construir un nuevo estado, no es por ningún otro motivo que para protegernos, para dejar de vivir a la intemperie, con un estado que financiamos con nuestros impuestos pero que siempre actúa en contra los ciudadanos catalanes, considerados súbditos sin capacidad de decidir sobre su futuro. Cuando en el chat de los horrores, en la conversación con esas personas tan dialogantes y fraternalmente federalistas, expresé, por ejemplo, enorme preocupación por la pervivencia del catalán, enseguida le quitan importancia. Que nuestra lengua milenaria se esté muriendo en muchos territorios bajo administración española no les preocupa en absoluto. Más bien les satisface. Porque no ven la lengua catalana como una riqueza española, como un fabuloso patrimonio cultural que debe preservarse con rotundidad. El catalán lo juzgan como un estorbo rural, como una curiosidad del pasado, una lengua extraña y extranjera, que debería desaparecer gracias a la evolución, a la selección natural. Y no, el catalán no se muere de manera natural sino gracias a la muerte inducida por el imperialismo castellanista. Gracias al genocidio cultural que la sociedad española continúa ejerciendo sobre todas las lenguas peninsulares distintas al castellano.

Despierto como soy intenté un último recurso. Intenté hacer entender que Catalunya se independizará sí o sí, fruto de un proceso inevitable, que debería ser aceptado y respetado, porque es lo que queremos la mayoría de los catalanes. “Mejor que os lo toméis bien porque nos independizaremos sin lugar a dudas” afirmé para exigir respeto. "Oh, respondióme una señora, esto sólo será si os dejamos. ¿Qué te parece la respuesta que te acabo de dar?” añadió. “Me parece, francamente, repuse yo, me parece la respuesta de una imperialista negrera”. Sí, de hecho ven Catalunya así, como un territorio riquísimo que les pertenece, al que no quieren renunciar y al que les sobra la población catalana. “Podéis iros, la frontera está abierta”, añadieron aún, como si los federalistas fueran el Faraón concediendo la libertad al pueblo nómada de Israel. Qué infelices. Ciegos. Memos. No se dan cuenta que la auténtica riqueza, la única riqueza de Catalunya es su gente, una de las sociedades más abiertas, dinámicas, innovadoras, creativas y democráticas del planeta.