En las paredes de algunas casas todavía hay aquellas pequeñas marcas verticales de cuando nuestro cuerpo se hacía grande y le ganaba terreno al barandal. Íbamos sumando centímetros año tras año y los padres lo pintaban para que quedara constancia. Palmo a palmo, estamos donde estamos y aquellas líneas nos recuerdan lo que fuimos. Nuestra evolución física. También en la sección transversal de un tronco podemos adivinar la edad de aquel árbol. Las diferentes capas del corte dibujan círculos concéntricos que nos indican cómo ha ido creciendo. Cada anillo corresponde a un año. Pero no solo: cada tonalidad de marrón o cada grosor nos explica también el sufrimiento y las alegrías. Su evolución emocional.

Si nos fijamos en el grosor del ruedo podemos saber las condiciones climáticas que hubo en aquel año concreto. La sequía estrecha el círculo, la humedad lo expande. Incluso se puede llegar a diferenciar la estación del año. La primavera genera bandas claras, las oscuras son de otoño. Somos capaces de conocer los principales acontecimientos que le han ocurrido al árbol a lo largo de su vida. Se trata de una información bastante completa que va más allá de la mera cuestión física. Descubrimos la temperatura, la disponibilidad de agua, las heridas, las plagas. Todas las condiciones de crecimiento. Un vistazo holístico.

En la pared de nuestro dormitorio de cuando éramos menores solo averiguamos cuánto medíamos, pero no hay ninguna muesca de los disgustos o la felicidad vivida. Ni rastro de enfermedades, de emociones. Las marcas de altura son más incompletas que las expansivas. La cinta métrica es más simple que el trazo circular. Dentro de la anchura caben más matices y a medida que se dilata el diámetro se acomoda más espíritu, más detalle. De la médula a la corteza —como de la pupila a la córnea— todas las circunferencias van dando información. El ojo de madera que nos mira y nos habla.

Es bueno recordar que la manera como te (mal)tratan habla de cómo son los otros, no de cómo eres tú

Si enfocamos y escuchamos mejor las experiencias vividas a lo largo de los años, percibiremos las marcas antes de que se hagan realidad y nos anticiparemos a la creación del recuerdo, pudiendo incidir. Como el rayo anuncia el trueno y contamos cuántos según faltan para el chasquido, también la experiencia avisa de lo que vendrá y podríamos ser capaces de calcular cuándo llegará aquel hecho concreto, que ha sido precedido por una emoción determinada. Quizás así actuaríamos con más criterio. Escuchar al tronco. Dibujar circunferencias en su interior. Tomar decisiones difíciles hace la vida más fácil, aunque en el momento de tomarlas escuezan. Pero ya lo dicen siempre las yayas: si escuece es que cura.

Hay que cortar ramas prescindibles que te podrían hacer enfermar. Desprenderse de cuerpos extraños que solo buscan aprovecharse de la umbría que creas con esfuerzo y bondad. Conviene eliminar manzanas podridas. Identificar el lastre y soltarlo. Superar decepciones y rencores y ser resolutivos con la amargura ajena que nos puede acabar rechinando. Llenar de luz el tallo para asustar a los vampiros. A menudo, ni un puntal puede enderezar una rama torcida. Ser expeditivo con la malicia no es una opción, sino una necesidad, venga de donde venga, aunque sea de origen próximo. El kilómetro cero de la mediocridad es quizás el más inesperado y doloroso y es el que hay que serrar antes. Es bueno recordar que la manera como te (mal)tratan habla de cómo son los otros, no de cómo eres tú.

A veces, aparece follaje tóxico sin avisar. A veces, aflora la envidia en personajes inesperados que chupan energía de tus raíces porque no han sabido cuidar lo suficiente las suyas y ya solo encuentran cierta dosis de felicidad parasitando el sustrato que tú llevas tanto tiempo mimando y regando. A veces hay que actuar en defensa propia, incluso desviándonos un poco del camino que solemos transitar. Ser una persona justa y leal no es incompatible con utilizar, de vez en cuando, algún método de supervivencia más punzante. Las herramientas del campo suelen serlo (incisivos) y están para ser usadas y proteger la vida del campesino. Una sierra o una horca usadas a tiempo salvan cosechas.

Si consideramos nuestro cuerpo un árbol y, por lo tanto, a pesar de convivir dentro de un bosque asumimos que somos el único habitáculo posible de nuestra propia existencia, aprenderemos a podar regularmente aquellas ramas perniciosas y a consolidar las raíces, para que cuando la savia salga a pasear encuentre un camino desbrozado. Limpio de desengaños e impedimentos para que vengan a reposar los pájaros. Estampar en la madera viva aquellos anillos que una vez muertos hablarán de aquello que fuimos y sentimos. Discernir las capas. Deslendrar para rebrotar. Hacer la fotosíntesis. Podar miserias. Cultivar bondades. Decidir a quién regalamos nuestra sombra porque, al fin y al cabo, es la única que nos acompañará a lo largo de toda nuestra vida.