Es norma en el mar que el capitán es el último en abandonar el barco. No fue el caso del que zarpó hacia Ítaca. Primero estrelló el barco contra los escollos, por no atreverse a reorientar el timón. Y cuando el barco se hundía, fue el primero en largarse. A escondidas. Estas y no otras son las verdaderas credenciales que se escribieron con más pena que gloria en el ocaso del 1 de octubre de 2017.

No guarda ninguna proporción con el comportamiento valeroso del president Companys cuando desafió la legalidad vigente. El 6 de octubre del 34 los hubo que literalmente huyeron por las alcantarillas. Otros se quedaron en Palau y pagaron el precio. También acabaron en un barco que ciertamente tampoco iba hacia Ítaca, estaba varado delante de la costa de Barcelona. Companys metió la pata y asumió las consecuencias. Hay quien dirá que Companys se dejó coger mansamente por el general Batet. Quizás se podía haber atrincherado y haberse inmolado presentando batalla. O quizás hizo lo que era más sensato hacer cuando ya estaba de agua hasta el cuello. La prisión era el precio a pagar. Porque cuando uno se arriesga, siempre hay un precio a pagar. No estar dispuesto a pagarlo equivale a una parodia. Y revela una pobreza de espíritu que invalida cualquier causa por noble que esta sea.

Seis años después, el capitán exige recuperar los galones que asegura que le corresponden legítimamente a él y a nadie más que a él. Mientras proclama por enésima vez que ahora sí, mientras sigue recitando la letanía de que todos los demás son usurpadores e insensibles colaboracionistas. Es en estos términos que se expresa a despecho la prosa patriótica y rencorosa que con tanta insistencia se ha repetido desde alta mar, bien lejos de la costa catalana. Fuera del alcance de los cañones del enemigo. El mismo capitán timorato que no fue capaz ni de izar una bandera en el mástil. Como habría hecho un corsario atrevido para infundir espíritu de combate a la tripulación. Ni quiso dejar constancia de ello en la carta de navegación. Por si las moscas. Ni tampoco se atrevió a dirigirse a la tripulación para avisar o gobernar el naufragio. El barco a la deriva con el timón fijado a los escollos.

Del barco a Ítaca solo queda el recuerdo de un otoño que pasó de brillante a deprimente para encaminarse a un invierno desolador

Ningún otro balance más allá de embarrancar el barco y saltar por la popa mientras con el dedo embaucador señalaba la proa. No se ha vivido nada tan desolador como aquel anochecer que tuvo una alborada de estampida. Solo lo supera la ficción de haber pretendido que ser el primero en abandonar el barco era una heroicidad y no un huir en toda regla. Y el último que apague las luces o, para ser más claros, que pague la factura. Del barco a Ítaca solo queda el recuerdo de un otoño que pasó de brillante a deprimente para encaminarse a un invierno desolador.

Es tiempo de pasar página, capitán, de dejar de explotar emocionalmente un hito que fue una obra colectiva y a la que has hecho el peor servicio queriéndola patrimonializar hasta desfigurar su autoría. También de perdonar no tanto todo lo que tal vez se podía haber hecho, sino toda la gesticulación exaltada y emocionalmente chantajista a posteriori. Qué triste.

¡Ay, capitán! Hay noches que todavía nos pesan... Sin rencor, que encuentres todo lo que buscas, que seas fuerte y, sobre todo y a pesar de todo, que todo te vaya bien.

También es la hora de saber perdonar. No supimos hacer más, capitán. No supiste más. Pero para poder perdonar las debilidades o indecisiones de los otros y que te perdonen las tuyas, capitán, primero tendrás que ser capaz de perdonarte a ti mismo. Aparca el orgullo y la acritud. Son los peores compañeros de viaje. Sonríe. Nadie dijo que la primera expedición fuera la buena. Y por aquello que la brisa te acaricie... A tomar viento fresco, que siempre vuelve a salir el sol.