El referéndum del 1-O todavía mantiene bien vivos tres aspectos de historia política importantísimos. Primero, demostró que los aparatos coactivos del estado español no podrán reprimir ningún acto libertario de los catalanes utilizando la violencia física. Hoy, que todo el procesismo político intentará folclorizar el referéndum, con los líderes fotografiándose con urnas de plástico como si fueran la Moreneta, lo único que hay que recordar de aquella jornada agridulce es que, repartida la leña al conciudadano, la policía española se retiró del territorio catalán. Ahora que nuestros medios de comunicación vuelven a blanquear el pujolismo (hace muy poco, Lluís Prenafeta escarnecía la independencia por considerar que la tribu no es lo suficiente consciente de la fuerza represora del Estado) resulta todavía más trascendental recordar la consigna; ninguna forma de violencia física del Estado puede enmendar la liberación de los catalanes.

Segundo, el referéndum (y la posterior y arbitraria represión judicial por parte del Estado) ha manifestado que los aparatos judiciales españoles tampoco podrán llegar a matar del todo el independentismo. Después de comprobar como todos los diputados que firmaron la DUI no tenían ningún tipo de planificación o pauta para aplicar el resultado del 1-O; de ver como el Estado ponía en marcha un juicio-pantomima para encarcelar a sus principales responsables y, a su vez, de hacer evidente como el mismo aparato matizaba su castigo decapitando la fuerza de los partidos a cambio del retorno al peix al cove, después de todo eso, se ve que el independentismo continúa vivo. Los conciudadanos están aburridos, desengañados y fastidiados con sus supuestos mandatarios —¡faltaría más!—, pero las ideas permanecen intactas y la abstención electoral ha demostrado que la gente no se deja engatusar más.

Esta es la fuerza del octubrismo, la enorme vigencia del referéndum; ni los españoles ni sus virreyes han conseguido borrarla

En tercer lugar, muchos impulsamos la idea de referéndum sobre la independencia porque sabíamos que, tarde o temprano, su fuerza intrínseca superaría la lógica de los partidos tradicionales y nadie podría patrimonializar su autoría. Eso tiene una vertiente doble: cuando el 1-O se vio como una victoria del independentismo frente al Estado, aunque fuera durante horas, ningún partido pudo apropiárselo sin hacer el ridículo. Pero esta idea, si me permitís ponerme un tanto metafísico, también sobrevive dentro de las sombras de la dialéctica negativa; por mucho que al 1-O se le haya hurtado su poder emancipador y por mucho que Puigdemont o Junqueras ya lo estén intentando intercambiar por la amnistía, es decir, por mucho que el referéndum sea visto como una derrota encubierta del secesionismo, esta sería una fallo que convergentes y republicanos no podrán prostituir con ningún pacto político.

Este es el factor que explica el escaso entusiasmo con el que la población está siguiendo las negociaciones entre Pedro Sánchez y el independentismo. Hoy por hoy, importa bien poco si estos intercambios de fuerza llegan a buen puerto o si el enquistamiento de Carles Puigdemont deriva en una repetición de las elecciones. Por muy procesista que seas, también vivirás consciente de que el Estado necesita pacificar el independentismo para mantener la falsa solidez del régimen del 78 (si tienes suficientes años en el saco como para recordar los pactos que llevaron a la Transición, este intercambio de cromos todavía te dejará la piel más fría). Pues bien, la fuerza del octubrismo radica en la ruptura de todos los equilibrios que he ido explicando desde el otoño del 2017. Hoy, durante las celebraciones que tutti quanti hará del referéndum, notaréis caras de profunda incomodidad, muecas de no saber exactamente dónde ponerse.

Esta es la fuerza del octubrismo, la enorme vigencia del referéndum. Ni los españoles ni sus virreyes han conseguido borrarla. Conservad la memoria; con eso bastará para que vayan cayendo todos aquellos que lo incumplieron faltando a la palabra y, sobre todo, faltando a la ley. Paciencia, lectores. Paciencia.