A todo el mundo que manda un poco en Catalunya le gustaría que la pregunta de las elecciones de este verano fuera, para decirlo de alguna manera, pujolismo o Vox. El ruido que se ha creado alrededor de la figura de Sílvia Orriols responde a este deseo oscuro, que en el fondo es compartido por una gran parte de los españoles. El antifascismo, en España, es como el Barça, que diría Emilia Landaluce, concentra todas las excusas y todas las esperanzas de los perdedores de la historia. En Catalunya, el antifascismo es el único mito democrático que conecta Barcelona con Madrid.  

Aunque sea con inquietud, la mayoría de catalanes todavía se columpian en el marco mental que dice que vale más loco conocido que no loco por conocer. El miedo a Vox, es decir, el miedo a los españoles en general, sigue teniendo una gran fuerza movilizadora entre los catalanes que se disputan los partidos de CiU y ERC. Los independentistas decepcionados que finalmente votarán quisieran volver al pujolismo de antes del tripartito. Añoran los tiempos en que el gobierno de la Generalitat "hacía cosas", es decir, llevaba el peso del país y proyectaba una idea pacífica y civilizada de la política. 

Utilizar a Vox para incentivar el voto a la larga complicará la situación y hará las decepciones más hondas. El espantajo de Vox solo sirve para disfrazar de un falso coraje la nostalgia que provoca el recuerdo de los viejos tiempos del optimismo democrático y de las vacas gordas, igual que las campañas contra Orriols. Con Vox o sin, al final las urnas nos harán elegir entre dos opciones igual de envenenadas. O bien volver al Régimen del 78 a cualquier precio, o sea, a una especie de franquismo blanqueado por el viejo bipartidismo, o bien aventurarnos a un cambio de régimen, que cada vez tiene más números de ser tumultuoso.  

Si no somos capaces de hablar de todo en clave nacional —ya no digo de votarlo todo—, sufriremos otro golpe más duro que los españoles

Para conducir la opción aventurera, o para mantener alguna llama idealista, los españoles tienen a Pablo Iglesias, que sigue la táctica de Junqueras. Durante el procés, el líder de ERC creyó que cualquier político independentista que se tomara seriamente acabaría apuñalado por la sociovergencia y se entregó a Madrid. Iglesias ha visto como la justicia inhabilitaba a los políticos catalanes y, antes de dejar que lo inhabilitaran, se ha autoexcluido él mismo. En Escocia, Nicola Sturgeon fue detenida el otro día por un asunto relacionado con las donaciones del referéndum después de hacer unas cabriolas parecidas a las de los políticos procesistas.

Iglesias y Junqueras, pues, viendo el panorama, intentan ganar tiempo. Los dos tienen la esperanza de poder encarnar una alternativa posibilista al desgaste del Régimen del 78, cuando la historia y las deudas económicas acaben de atrapar la democracia española. La diferencia es que Iglesias está protegiendo una idea de España casi tan genuina como lo había sido en su momento la del viejo catalanismo. Aquí, en cambio, todo el mundo vive de rentas dentro de la olla de Vichy. Todo el mundo que tiene un papel público importante es hijo de Caín y, incluso si la situación mejora, Junqueras no podrá hacer nada porque no tendrá un pósito nacionalista que defienda una idea del país un poco inteligente y limpia

Cuando Rufián dice que el dilema es Vox o Catalunya, olvida una cosa que los convergentes saben muy bien. El pujolismo no basaba su capacidad de hacer política en el antifranquismo, sino en la fuerza que la esperanza del país le daba a Madrid. Esta vía se agotó con el 155. Si no se hubiera agotado, los partidos de CiU no enviarían a Míriam Nogueras a las elecciones españolas, mandarían a Jaume Giró. De hecho, si no se hubiera agotado, los diez segundos que duró la declaración de independencia de Puigdemont habrían dado algún resultado más tangible que la mesa de diálogo. 

Los convergentes han renunciado a España, pero creen que podrán sacar a ERC de la Generalitat con el discurso del trabuco y usan los discursos incendiarios para encender los ánimos. Hay una relación entre la decisión de poner a Nogueras de cabeza de lista en Madrid y el empujón polémico que VilaWeb y 8TV han dado a Orriols. Si no recuerdo mal, después de la derrota de Primàries, algún loco teledirigido ya sondeó algún miembro de las listas de Jordi Graupera con la propuesta de hacer un partido directamente antiislamista. A mí Orriols no me parece fascista, me parece una señora valiente que está haciendo un papel que no le toca y que le viene grande. 

Si no hay nadie para recoger el grito de desesperación que representa la regidora de Ripoll, y para darle una forma política como Dios manda, sufriremos. Si no somos capaces de hablar de todo en clave nacional —ya no digo de votarlo todo—, sufriremos otro golpe más duro que los españoles —da lo mismo lo bajo que caiga el Estado. Intentar substituir el recuerdo de Primàries por el mundo populista de Orriols no será un buen negocio, igual que no lo fue llevar Vox a TV3 para justificar los lacitos amarillos o estigmatizar a Jordi Pujol para justificar la enredada del 9-N. Viendo como van las cosas, me parece que Silvio Berlusconi ha muerto justo a tiempo para no ver como su política de pan y circo se vuelve un drama.