En política, como en la vida, hay momentos en los que las decisiones ya no se toman desde el margen de la estrategia, sino desde el borde del abismo. Pedro Sánchez atraviesa uno de esos momentos. La pregunta ya no es si resistirá ni cómo lo hará, sino por qué no puede hacer otra cosa. Ni una moción de confianza ni una renuncia voluntaria ni la disolución de las Cortes están sobre su mesa personal. Y no lo están porque, en su caso, la retirada no es una opción política: es una condena anticipada. La supervivencia se ha convertido en la única estrategia racional cuando lo que está en juego ya no es solo el poder, sino la propia inmunidad defensiva ante un horizonte penal.
Sánchez ha demostrado a lo largo de su trayectoria política una resiliencia a prueba de pronósticos —que también en este me puedo equivocar—. No solo sobrevivió a su defenestración interna en el PSOE hace casi una década, sino que logró un regreso inesperado para alcanzar la secretaría general y, más tarde, la presidencia del Gobierno. Ese recorrido lo ha moldeado convirtiéndolo en un dirigente cuya motivación primaria no parece ser la construcción ideológica de un proyecto político, sino el sostenimiento —a cualquier coste— de su posición. La necesidad de control, la gestión personalizada del poder, el manejo calculado del relato y una relación instrumental con las estructuras de partido han perfilado una psicología política que lo vuelve especialmente resistente a las presiones externas e inmune al juicio moral convencional. Y eso sin entrar en las verdaderas profundidades de su perfil psicológico, que es el de alguien para quien la caída no es una posibilidad, sino una amenaza existencial.
Pero más allá de lo anterior, hay una razón estructural o de fondo que explica por qué no puede irse: Sánchez ha cruzado demasiadas líneas rojas. El momento para detener —o al menos modular— los procedimientos judiciales contra su esposa, su hermano o incluso los que se avecinan contra él mismo, ya ha pasado. No hay vuelta atrás. La maquinaria judicial está en marcha, las investigaciones avanzan y la exposición pública de sus relaciones familiares y conexiones institucionales han entrado en la lógica irreversible de la judicialización. Cualquier gesto de retirada hoy sería leído como un reconocimiento implícito de culpa o como un signo de debilidad aprovechable no solo por sus adversarios políticos, sino también por los actores institucionales más agresivos. Y todos ellos esperan ese movimiento en falso como una oportunidad.
Pedro Sánchez no tiene ya incentivo alguno para abandonar el poder. No hay horizonte de rehabilitación ni pacto posible que lo salve, pero sí una certeza: fuera del poder, solo encontrará exposición, costes y soledad
Además, una vez fuera del gobierno, Pedro Sánchez no contaría con el desmedido aparato de asesores y fondos públicos de dudoso control que hoy le permite intervenir mediáticamente, sostener una narrativa o contrarrestar las campañas de prensa adversas. Tampoco tendría acceso a informes, a los resortes institucionales que hoy puede activar —de forma indirecta, pero eficaz— para frenar daños reputacionales o anticiparse a decisiones judiciales. La presidencia del Gobierno es, para él, una plataforma de “control de daños”, no un espacio de gestión pública tradicional. Es un mecanismo de defensa, un punto de observación estratégico y un instrumento de presión narrativa.
Este aislamiento futuro no sería solo simbólico: significaría dejar a su esposa y a su hermano enfrentados a un horizonte penal sin capacidad de reacción estructurada. Los costos económicos de sus defensas, la exposición mediática sin filtro, el desgaste emocional y reputacional serían inasumibles fuera del poder. Sánchez lo sabe. Y por eso no se mueve. La figura del presidente como sostén político de su entorno más íntimo ya no es una metáfora: es un hecho jurídico-estratégico.
Si, al menos, pudiera confiar en que el PSOE le cubriría las espaldas, otra podría ser su situación. Pero esa red tampoco existirá, si lo deja. El partido, aunque por ahora lo respalde públicamente, no le garantiza ni impunidad ni protección futura. La historia del PSOE es la de la desmemoria estructural: sus líderes caídos rara vez son acompañados. Sánchez, que lo sabe, no puede permitirse una retirada basada en promesas que, además, no vendrían de quienes en un futuro gestionarán el PSOE. Y mucho menos puede confiar en un blindaje institucional: ni la Fiscalía Anticorrupción ni la UCO ni la judicatura se detendrán ahora, menos aún tras haber sido señaladas como objetivos (víctimas) de operaciones de cloacas montadas desde y para el sanchismo. Esas instituciones no perdonan y, si perdonan, no olvidan.
Este es el otro punto de inflexión: el intento de controlar los mecanismos de investigación mediante operaciones oscuras ha dejado una huella institucional que no puede deshacerse. Ya no hay margen para una suerte de “inmunidad negociada” o un concertado “paso de página institucional”. Al contrario, el sistema parece decidido a avanzar, precisamente, como reacción a lo que ha sido un ataque institucional por parte del sanchismo y sus contornos. Pedro Sánchez ha roto el pacto implícito con los centros de poder y eso, en España, tiene consecuencias.
Irse no significaría solo perder la presidencia, sino quedar expuesto a un proceso irreversible de descomposición jurídica y personal: sin retorno, sin cobertura y sin consuelo
A estas alturas, ni siquiera podría ya negociar una salida digna. Esa posibilidad, si alguna vez existió, ha quedado desautorizada por su propio partido. Esta misma semana, Emiliano García-Page —presidente de Castilla-La Mancha y barón crítico del PSOE— declaró con contundencia que para Sánchez ya "no hay salida digna". No solo lo dijo, sino que lo repitió con gesto grave. Ese mensaje, que muchos leyeron como dirigido a los adversarios del partido, tenía destinatario principal: Sánchez mismo. Porque si algo ha dejado claro Page es que no está dispuesto a que el PSOE cargue con el peso de una defensa corporativa de lo indefendible. Su mensaje es que no habrá red ni complicidad ni escudo político para quien, llegado el momento, deba rendir cuentas. Esa afirmación certifica el cierre del último recurso: no habrá salida honorable, ni pacto final, ni blindaje retroactivo. Solo la caída libre o la resistencia agónica.
Frente a este panorama, Pedro Sánchez no tiene ya incentivo alguno para abandonar el poder. No hay horizonte de rehabilitación ni pacto posible que lo salve, pero sí una certeza: fuera del poder, solo encontrará exposición, costes y soledad. Por eso, su única estrategia es resistir, no ya como una forma de revertir el curso de los hechos, sino como una táctica de contención personal. Cada día que permanece en la presidencia le permite aplazar lo inevitable, ganar tiempo, preparar su defensa, influir en el relato público generando una interesada confusión por parte de un entorno mediático menguante y sostener su estructura de apoyo. Y si el desenlace es su caída, que no quepa duda: preferirá que sea el poder quien lo abandone a él, y no al revés, para poder presentarse —cuando llegue el momento— como víctima de una conjura, no como protagonista de su fracaso.
En el fondo, resistir ya no es una opción política, sino una necesidad existencial. No se trata de una estrategia electoral ni de una apuesta por la gobernabilidad; es un intento por evitar que el vacío de poder se transforme en un vacío de defensa. En su caso, irse no significaría solo perder la presidencia, sino quedar expuesto a un proceso irreversible de descomposición jurídica y personal: sin retorno, sin cobertura y sin consuelo. Por eso —y siempre con el riesgo de equivocarme— creo que no se irá, aunque caerá.