El apagón del pasado lunes nos devolvió afortunadamente a la felicidad de los años noventa, con esa estúpida pero ferviente tendencia que tenemos los humanos a clausurar el pasado a través del engaño de la nostalgia. En efecto, gracias a la caída de la telefonía móvil, los habitantes peninsulares pudimos experimentar de nuevo la magnífica sensación de no recibir ninguna notificación electrónica durante unas horas, la proverbial vivencia de estar fuera de cobertura y sentirnos alejados de la disponibilidad familiar o las operadoras sudamericanas que te bombardean con ofertas absurdas. Primero, la sensación de asomo al abismo del soliloquio daba cierto miedo; no obstante, transcurridas unas horas, uno vivía la mar de tranquilo alejado de las llamadas urgentes, sabiendo que no pasa nada si te pierdes un tuit hilarante de nuestros monologuistas o el nuevo oufit de las influencers de la tribu.

Entiendo que el conciudadano frunza el ceño, preocupándose por el devenir de las operaciones quirúrgicas y la claustrofobia de la gente que se quedó unas horas atrapada dentro de un tren; pero en este ámbito tampoco pasó gran cosa, pues nadie resultó sepultado por la oscuridad en ningún hospital y, al fin y al cabo, eso de Rodalies es una puta mierda incluso los días en que hay energía a tutiplén. A mí me complació especialmente andar por Ciutat Vella, porque, sin la ayuda de Google Maps y con el vomitivo comercio de mi barrio rebosante de persianas medio bajadas, podías pasear por la calle del Pi como en las épocas preolímpicas, sin hacer eslálones entre manadas de grupos de estudiantes franceses y señoras sensatas del nord enllà que —al llegar a Barcelona— celebran sus últimos átomos de soltería con una polla bien grande en la cabeza. Recuperar la ciudad, ¡qué temeridad más utópica!

La noticia de este apagón es que no ha pasado nada de nada. Sesenta millones de personas se han quedado sin luz y han podido sobrevivir.

La confusión de los catalanes durante el apagón no vino dada por la poca consuetud de volver a observar el mundo sin la ayuda de una pantalla. Contrariamente, el desasosiego surgió de estar obligados a bajar de nuevo a la calle y charlar con los vecinos, de improvisar comidas a base de los garbanzos que los catalanes siempre guardamos en la despensa por-si-acaso-pasa-algo, e incluso del vértigo que nos provocó volver a casa y charlar con la costilla más de un cuarto de hora, buscando temas alternativos al trabajo, el tiempo o lo dichosos que nos ha hecho Hansi Flick. De repente, la calle se tintó de cierto aire pandémico, con las palomas comiéndose mendrugos de pan y las avenidas hablando solas con los semáforos incoloros. Pero en eso también somos duchos y, acostumbrados a la vida próspera, sabíamos que tarde o temprano volvería la luz y la experiencia del apagón no nos haría mejores; simplemente, nos regalaría un gozoso paréntesis.

Yo pediría a la providencia que la próxima apagada sea un poco más oscura, aunque solo se trate de unos días. Si hace falta, para poder disfrutar de este descanso del mundo hiperveloz, en casa hasta estamos dispuestos a comprar el kit que nos ha recomendado la pesada de la Von der Leyen, incluido el transistor de los cojones. Servidor estaría encantado de unas horas más de plusvalía, en las que no volviera a pasar gran cosa, en las que cuando acabara la luz todo el mundo hiciera el favor de meterse en el sobre —como hacen en los países mínimamente civilizados— o encendiera una vela solo para disfrutar de la sinuosidad de la llama. La noticia de este apagón es que, pasar, no ha pasado nada de nada. Sesenta millones de personas se han quedado sin luz y han podido sobrevivir, nuestros electrodomésticos han guardado un 80% de los alimentos relativamente frescos; no hemos pasado hambre, ni privaciones, ni siquiera miedo.

Que no pase nada es la mejor de las noticias, sobre todo cuando los nuevos dioses de la tecnología nos distraen a base de tararnos la atención con un mundo de zumbidos y notificaciones continuas. Las crisis del Primer Mundo son solo unas horitas urdidas adrede para ejercitar a los guionistas distópicos y las suegras conspiranoicas. Afortunadamente, la luz volvió rápidamente, ayer ya íbamos tan de culo como antes y hoy todo hijo de vecino ya puede saber qué papable encabeza las quinielas o si Donald Trump ha eructado después del brunch. Yo echaré de menos el tedio de este lunes magnífico, ya que, para ver un poco claro (contrariamente al tópico de la criminología nuestra), muchas veces hay que poner un poco de oscuridad a la luz.