Ayer se presentó el nuevo proyecto político de Puigdemont. En realidad no era algo nuevo, en el sentido estricto, porque Junts ya existía, ya tiene representación parlamentaria y ya era un proyecto que había echado a caminar. Sin embargo, lo nuevo era algo que, por otro lado, se pedía con insistencia desde distintos foros del independentismo. 

La cuestión que tanto se repetía siempre enfocaba al mismo escollo: el PDeCAT. Era difícilmente comprensible que Puigdemont siguiera afiliado a una formación que solamente había venido para ser una “mora”. Me refiero a aquel refrán que señala que “la mancha de mora, con mora se quita”. El problema es que el PDeCat no consiguió manchar “la mancha de mora” de los Convergentes, no se zafó de la enorme sombra de Pujol. De alguna manera Puigdemont seguía desdibujado, al igual que su entorno, en ese líquido pringoso que suponen los partidos encorsetados, interesados, manoseantes de poder, y para colmo, enmierdados en corruptelas. 

 

De hecho, la crítica más fácil y manida era repudiarles como “ex convergentes”, “los del tres per cent”. Y si había alguna manera de escaparse de la tramposa emboscada, con aquello de, “Laura Borrás no procede de ningún partido, por poner un ejemplo, ahí la tenemos ahora sentada en el banquillo por corrupta”. Todo encaja: de Pujol a Borrás, la sombra eterna de CIU. No se hable más. 

 

El deseo era retomar aquella unión independentista que Mas anunció en 2015. Ese es el espíritu y el objetivo de este proyecto. Esto supone abrir de nuevo la caja de los truenos. Porque la realidad no es que el Estado se activase con el 1 de octubre. Eso es explicar la versión sencilla, la versión del manual sobre “como entender el independentismo en cinco minutos”. El 1 de Octubre no ha sido lo que le ha tocado la moral a España. Lo que reventó las costuras sucedió antes, un par de años antes: en 2015. 

 

En el momento en que Artur Mas anunció la presentación de una candidatura unitaria para aglutinar a todo el independentismo “se jodió el Perú”. Saltaron las alarmas y comenzaron a pasar cosas. Lo del cachondeo vergonzante del TC con la sentencia era solamente el anticipo que, con prisas, se hizo “malamente”, pero no suponía más que un parche a lo que desataría la maquinaria independentista que en realidad es lo que más temen por el reino. 

 

Porque lo peligroso, lo realmente peligroso es la unión del independentismo. Eso fue el intento de Bateragune. Busquen la sentencia y sobre todo, los hechos que llevaron a prisión a gente como Otegi. La mesa de diálogo entre partidos independentistas vascos enfureció a España. Se puso su toga y voló. Hasta llegar a Estrasburgo, donde le dijeron que no lo había hecho bien en ese caso. Pero a España le da igual. Escucha a Europa cuando le interesa. Como a Naciones Unidas, como a cualquiera. 

 

Cuando en 2015 se anunció la presentación de una candidatura unitaria en Cataluña pasaron muchas cosas. Muchas. Y nadie se enteró de nada, no en el reino. Y tampoco en otros lugares, porque fue sutil. Hizo ruido pero pasó rápido el escandalazo de la modificación de la Ley Orgánica que regula al Tribunal Constitucional. Desde organismos internacionales como la Comisión de Venecia avisaron de la aberración que suponía otorgar las prerrogativas que se le otorgan al Constitucional a través de la modificación de ciertos artículos. Y ahí está la semilla que ha germinado ahora: tener capacidad ejecutiva, tener posibilidad de inhabilitar a cargos electos tiene hoy entre rejas a Forcadell, por ejemplo. Esta medida la anunció Xavier García Albiol, como candidato a las elecciones catalanas y sin ser diputado. Era una cuestión absolutamente política y el PP lo sabía. 

 

Fue el año de la modificación del Código Penal, de la creación de la Ley de Seguridad Ciudadana. Una ley más conocida como ley mordaza por el recorte de derechos que supone para la población. Una ley en base a la cual se han impuesto miles de sanciones administrativas a ciudadanos que estaban sencillamente expresando su opinión, manifestándose. Una ley que ha sido germen para que los Jordis estén en prisión. 

 

En 2015 la fundación FAES encargaba artículos a expertos en la materia. Concretamente a un ex magistrado del Tribunal Supremo. Le encargaron hacer un estudio sobre el derecho de autodeterminación y qué pasaría si en Cataluña se produjera un proceso de independencia por la vía democrática y pacífica. El análisis es digno de ser leído. Explica punto por punto que, con la ley vigente, sería imposible condenar algo así, establecer un delito de rebelión o incluso de sedición. Y explica, a través de unas propuestas de “lege ferenda”, la idoneidad de nuevas herramientas legales para poder llegar a condenar a los independentistas tal y como hoy lo están. 

 

Muy probablemente alguien haya entendido el mensaje que desde el reino se ha enviado: juntos nunca más. Si vais juntos, os aplastaremos. Y de ahí la reacción en las últimas elecciones catalanas, donde Oriol Junqueras cerró la puerta en todo momento a un proyecto unitario. Tampoco quería La CUP. Y volvió a suceder en las europeas, donde el proyecto unitario trascendía a Cataluña: se propuso una lista unitaria de representación del soberanismo de distintos territorios de España para aglutinar el voto. Volvió a haber un veto: a pesar de que había un cierto consenso con dirigentes políticos de otras formaciones de otros territorios distintos al catalán. Puigdemont sobraba en la ecuación: a toda costa. Y fue así como se obtuvieron menos escaños de los que se podría haber tenido. 

 

Los del exilio y algunos de la prisión saben bien de qué va este perverso juego: cuanto más unido esté el independentismo más fuerte arreará el látigo (entiéndase la metáfora, por favor). Al mismo tiempo, hay quien tiene la seguridad de que no habrá manera de frenar el látigo sin unidad. Es evidente. 

 

Solamente hay un problema en este caso: mientras haya quien no apueste por la unidad, ésta será imposible. Es como querer silencio mientras se le nombra. A no ser que las viejas estructuras de los partidos dejen de ejercer su fuerza y los viejos mecanismos dejen de acallar a sus voces, que se abran más allá de sus siglas y que crean, por una vez, que la política debe hacerse más allá de las siglas. Ya no es momento de partidos, es tiempo de estructuras que busquen un objetivo: que sean abiertas, porosas, innovadoras. Que sepan escuchar y que cuando consigan su misión, desaparezcan para dar lugar a lo que ha de venir