No al diálogo, no al pacto, no al acuerdo con España. No a una conversación que es la aceptación de la derrota de Catalunya y, al mismo tiempo, una invitación a perpetuar la sumisión de nuestra nación milenaria. No, por supuesto que no, amigos míos. ¿Por quién nos han tomado? Esta negativa, clara, no la leeréis en ningún otro lugar, pero es que el libre albedrío no tiene hoy demasiados partidarios que se expresen en público. Aunque, en privado, no se oye decir otra cosa. Todas las voluntades en alquiler ya se han alquilado y se han amordazado muchas conciencias. Los medios de comunicación están cada vez más alejados del sentimiento general de nuestro pueblo, del pueblo que salió en masa el primero de octubre de 2017, unos medios que están más atrapados que nunca por la correa de los bancos y de los gobiernos. Tenemos que decir que no y mantenernos en el no, en el no de la dignidad y de la libertad. Me lo habéis enseñado todos vosotros, que el no es la palabra más hermosa de nuestro idioma, la que nos permite latir por dentro. Y, sobre todo, dejar de continuar con esta comedia irritante, con la infamia que a todos nos avergüenza. No a estas conversaciones infinitas que son la razón de ser, el modo de vida, el pretexto del que se aprovecha casi toda la clase política, por supuesto el PSC de Salvador Illa y de Miquel Iceta, pero también la fracasada y pequeñoburguesa revuelta de los Comunes y de Podemos, de un Podemos que ya no puede ni quiere. Y también el oportunismo buitre de los diputados de Esquerra Republicana y de Junts por Catalunya, cada vez más confundidos entre sí, cada vez más indistinguibles, cada vez más comprometidos con la política que no se atreve a decir su nombre, con la política que exprime el presupuesto público para su bien particular. De la política que se dedica a la mecánica administración subrogada del estado español, que ha olvidado las grandes palabras, los grandes compromisos con la sociedad, la política que no tiene ningún otro horizonte que administrar nuestra impotencia, nuestra incompetencia, nuestra inacabable huida de Kabul. No dejamos de evacuar Kabul, no dejemos de improvisar excusas de mal pagador, no dejamos de encogernos de hombros.

A pesar de que la tradición política de Catalunya es el diálogo. A pesar de que nuestra sociedad se identifica políticamente en el pacto, o lo que es lo mismo, en el equilibrio dialogado entre las principales dinámicas de nuestra sociedad. Nuestra nación nace y se articula a partir del pacto, es decir, en el reparto de la soberanía entre las dos fuerzas que, desde la Edad Media, pretendían la hegemonía catalana, desde nuestros orígenes. En los pesos y los contrapesos. Por una parte la monarquía, por otro lado la ambición de la nobleza, de la iglesia, de los burgueses y menestrales. Todos estos grupos podrían, en solitario, haber pensado de imponer la dictadura a los demás, pero parece mucho más sensato el condominio, un pacto razonado, un contrato de colaboración, que unifique fuerzas y optimice resultados, un gran acuerdo que permita prosperar a todo el país. Las sociedades colaboradoras son más ricas que las competidoras, según nos dicen los teóricos de la economía. El autoritarismo real quedó muy limitado y el beneficio económico de la mayoría, el realismo de la economía, arrastró a todo el país a unas políticas de entendimiento sincero y de auténtico respeto por las leyes como punto de compromiso, como contrato social. En realidad, la tradición histórica del pactismo catalán contradice fundamentalmente a la actual comedia de la mesa del diálogo que defiende el presidente Aragonès. Porque no beneficia al bien común sino a unas determinadas personas dedicadas a la política, dedicadas al inmovilismo. Puesto que la mesa de diálogo no propugna el crecimiento económico ni el bienestar de la mayoría de la sociedad catalana sino la perpetuación de la ruina que supone el régimen colonial español que, como es tradición, nos estrangula. La política que solo convence a los políticos y a los medios de comunicación subvencionados por los políticos tiene las horas contadas.

El hecho vivo de Catalunya subsistirá. Lo decía un gran malabarista de la política más indigna y vergonzosa, Francesc Cambó, un partidario del régimen colonial español y también de las desigualdades y de las inopias. Y es que Catalunya no se acaba después de las renuncias de la clase política después del primero de octubre de 2017. Por el contrario, el primero de octubre es un síntoma del espléndido estado de salud de Catalunya, como democracia y como nación. A pesar de los problemas con la normalización lingüística y con nuestra salud. A pesar del desamparo de la clase trabajadora, a pesar de los problemas que tiene hoy la legítima representación política. No al diálogo que no es un diálogo, sino una manera de ganar tiempo, de que pasen los días, de que lleguen los años. De tenernos a todos quietos.